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Después de la visita guiada por el campo de refugiados volvemos a los barracones oficinas para hablar del contrato. En las oficinas hay tanto follón que decidimos hablarlo en el almacén de los juguetes, el único sitio del que a estas horas no entra ni sale gente sin parar. Allí, rodeado de peluches y juguetes de colores leo el ejemplar del contrato que Thomas me ha dado.

Contrato por dos años. Once euros y pico la hora, un par de euros más por encima del sueldo mínimo en Alemania (8,5 euros por hora, desde 2016). Opción de trabajar a tiempo completo o en turnos de medio día. No, no es gran cosa, pero yo la siento en la mano como un trozo de barro caliente, lleno de una apestosa pero fértil dignidad.

Como Arquitecto yo no había visto nunca un contrato que no fuera de falso autónomo, por buena que fuese la situación. Ya era en contrato tipo incluso antes de la crisis económica. De hecho fueron esos tiempos de bonanza en los que nos acostumbramos a él, o peor, en los que lo instauramos nosotros mismos al firmarlo una y otra vez. ¿Qué más daba? Había dinero por todas partes. Nos sentíamos tan seguros que no importaba salirse de toda esa patraña de la seguridad social, las indemnizaciones, las nóminas… ah, miseria sindical. Era mucho más fácil firmar y subirse al tren del dinero, soplar como idiotas hinchando nosotros mismos la burbuja que nos iba a dejar a todos sin trabajo, sin derecho a indemnización, ni a paro, después de años currando todo el día y no pocas noches. Muchos de esos arquitectos ven hoy en la calle y las revistas obras que diseñaron sin que se mencione su nombre. La última humillación para un autónomo: que ni siquiera sea dueño de sus propios trabajos.

Pero seamos francos. Tampoco en Berlín había visto nunca un contrato que no fuera de autónomo entre los arquitectos. Un escalón por encima, cuando trabajé de mercader, había visto el contrato de Mithilfer: pagado por horas, despedible en cualquier momento, pero con seguridad social e impuestos a cuenta del contratante. Todo un detalle. Por debajo había visto de todo, hasta el ultra dinámico contrato sin contrato, típico de las pizzerías en las que lavaba platos mientras comprendía que hablar Alemán y encontrar curre era algo que iba a tardar, pero que la locura de la vida en Berlín iba a hacer la espera menos agridulce… Hasta el día en que les dije que quería trabajar menos para poder sacarme el curso de Alemán y me cambiaron por un señor de Paquistán.

Ahora estaba en Leipzig, lejos de Berlín, oasis de diversión y miseria, buscando trabajo en un campo de refugiados. Y ahí lo tenía: un contrato. Mi primer contrato. Ni autónomo, ni Freimitarbeiter (colaborador libre), ni juegos de palabras.. : un contrato con los derechos de un contrato, por el que la socialdemocracia europea (¿dónde estabas mi amor?) se comprometía a no dejarme en bragas si las cosas se torcían y otras cosillas que, en fin, hacen de Europa Europa.

Además de todo esto… ¡qué sueldo mínimo, ni qué niño muerto!. Siendo franco, yo sabía con esos 8,5 euros trabajando 8 horas se ganan 1360 euros al mes. Lo había vivido en los mercados, donde trabajaba incluso 10 horas cuando me dejaban.

–¿Pero tú quien eres? –me preguntaba el jefe– ¿una máquina?.
–No, señor, yo lo que soy es un Arquitecto Español.

También sabía que si dividía los 2.000 euros que ofrecían en un estudio de arquitectura como autónomo entre las 8 horas que echaba uno al día, el resultado son 12,5 euros por hora… brutos.

La vida era muy bruta.

Yo era muy bruto.

Ahora tenía en mis manos un objeto que en comparación con todo esto era delicado, sofisticado y extrañamente real. Quizá la misma mierda de sueldo pero entretejido con unos derechos que venían a acogerme llenos de cálida humildad para que trabajase por personas que además me necesitaban.

Y podía empezar al día siguiente.

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