No bien se abre la verja, mis sobrinos ya se han colado por debajo del brazo de su madre. Con la llave aún en la cerradura, les recuerda que no corran y que le den un beso al abuelo y a la abuela.
—¿Y a mí? —pregunto divertido con la puerta de la casa abierta mientras ellos pasan bajo mi brazo no fuera más que un obstáculo en su camino. Hablan sin parar y buscan en derredor como si se les hubiera escapado un animalillo. Hablan del evento. Han venido los Reyes.
Mi hermana me saluda quitándose la chaqueta y cortando sus propias frases para decirle a los niños que qué es eso de entrar sin dar los buenos días.
—Buenos días. —Dicen por fin sin mirar a nadie en concreto y se encaminan hacia la puerta cerrada del salón. Agarran el pomo y con el pomo en la mano, pero sin abrirlo, se vuelven con una mirada suplicante y a la vez avizora, la mirada de quien te pide permiso, sí, pero solo porque le estás mirando porque si no lo vigilaras lo hará igualmente y no podrás impedirlo.
—Shhhh. No abráis aún.
Sueltan el pomo y se ponen a mirar por una ranura. Detrás está el salón lleno de paquetes de colores que unos seres mágicos pero reales a la vez para todo el mundo, los Reyes Magos de Oriente, han dejado esta noche para todos, no sin decorar su exhibición de generosidad con unos cuantos globos.
Resignados a esperar, los niños vienen a mí y aprovechan para contarme lo que han pedido: juguetes con nombre propio, descritos con tecnicismos y palabros de los anuncios de la tele, algunas series de dibujos y los catálogos de los grandes almacenes.
Amalia baja la escalera de la mano con su abuela que le habla procurando transmitirle la ilusión del ambiente porque es el día de reyes, porque estamos locos por ver su reacción. —Oh, Amalia ¿sabes que han venido los reyes?. Es su primer Día de Reyes desde que sabe hablar y con ello desde que empieza a entender las cosas que le contamos. La primera que se enfrenta a esa realidad.
—Oh, Amalia, han venido los Reyes Magos.
—Oh, Amalia, los reyes han venido. Los reyes han venido. —le repiten los niños, dando voces de pura excitación, y volviéndose, una y otra vez, para mirar por el filo del cristal.
Amalia se acerca y trata de mirar también. Detrás de la puerta intuye el salón, un espacio que les es conocido y que de pronto está invadido de formas de colores, de algo que a ella también la está esperando.
Van a abrir la puerta.
—La cámara. La cámara —exclama mi madre—. Niños, no abráis aún.
Pero los niños agarran ya el pomo y comienzan a girarlo.
En medio de la excitación reinante, Amalia se vuelve a su madre buscando su mano y al comprender que van a abrir de verdad hace el gesto de quien quisiera huir, ese empezar a volverse sin dejar de mirar el temor del que huyes, y empieza a llorar.
Todos paramos un momento para tranquilizarla. O casi, pues los niños no pueden esperar y no bien deja de llorar han abierto la puerta y ya entran dando saltos y gritando de felicidad a una habitación llena de paquetes que parecen mirarnos a todos.
Primero en brazos, luego de la mano, sorbiendo mocos después del sofocón, Amalia entra detrás, con la prudencia de un explorador.
Los niños reconocen los juguetes que habían pedido, invocándolos uno a uno por su nombre y una breve descripción, con el mismo amor con el que presentamos a un amigo y la misma terminología de los catálogos, los anuncios y las series de televisión. El lenguaje de unos seres que les hablan cada día desde la pantalla y que de pronto… están aquí.
Guiamos a Amalia hacia el sofá donde los Reyes Magos han dejado sus regalos. Pero antes de llegar se detiene y se suelta de nuestras manos. Amalia reconoce también lo que más ilusión le hace, y anuncia también a su manera, con una descripción: Globos. Globo rosa. Globo amarillo. Globos que vuelan.
Para hacerle entender que los regalos de los reyes no son los globos sino lo que hay detrás, nosotros vamos al sofá y empezamos a mostrarle lo que le han traído: libros, un lego duplo, un peluche, un puzzle… Ella se acerca, nos mira toda escéptica y un poco impaciente, como avisándonos de que sí, que todo esto está muy bien papá, pero ¿es que no has visto los globos?
—Papá, globo, un globo que vuela.
Los niños abren los regalos. A veces no acaban de abrir un regalo cuando ya saltan al siguiente, con los adultos detrás tratando de calmarlos. Otras lo abren y se ponen a jugar en seguida, ignorando a los adultos, que son los que ahora tratan de enseñar el siguiente regalo, impacientes por ver su reacción.
Finalmente conseguimos un poco de la hermosa atención de Amalia. Armada de una paciencia enormemente madura para tener dos añitos sin soltar un globo que lleva bajo el brazo, abre con nosotros un par de paquetes…
—Oh, mira, mi niña, un oso.
—Un oso. Repite ella alzando el cuello de orgullo.
—Mira, una casita.
—LUna casita. Repite ella buscándonos un poco con la mirada, como para cerciorarse de que comprendido la lección.
—Una casita… y globos. —insiste. —sin esperar respuesta va otra vez lanzándolo al aire y diciendo uuuuh uuuh uuh.
Con la caja del duplo abierta empiezo a montar una casita. Quizá si me ve hacerlo, se interese y la monte conmigo. Efectivamente se interesa y se sienta un momento junto a mí… pero en menos de un minuto se vuelva a levantar bailando entre los globos, globos que parecen escapar en cuanto los tocas, ligeros y magníficos; globos que hay que sujetar por una cuerda para que no se vayan volando hasta el techo… globos que no son reproducciones de juguetes, como la casa, como el oso, globos que no intentan hablarte de otra realidad que no sea la suya propia, la misma que fascinó también Arquímides en la bañera y que ella experimenta asombrada y totalmente receptiva; un lenguaje universal, salvaje y profundo, y sobre todo accesible sin necesidad de anuncios, catálogos, ni series de televisión.
Cuando acabe el día y hagamos la maleta, el globo será de hecho el único juguete que querrá llevarse.
—Hay que elegir, le digo, el Duplo, el coche y la casita… ¿Cuál nos llevamos? Mira podemos desmontarlos y los ponemos así, le digo encajando un par de ellos entre la ropa.
—Sí. —asiente Amalia—: El Duplo, el coche, la casita… ¡¡¡y el globo!!! —añade con un tirón del hilo que sujeta el globo a su muñeca.
El globo baja de golpe y me da a mí en la cabeza. Luego sube perezosamente y recupera su posición al final del hilo, que ya tira de él otra vez siguiendo alegremente a Amalia por el pasillo, que me deja otra vez solo arrodillado frente a la maleta abierta y los regalos que le han hecho sus abuelos, preguntándome cómo llevarnos todo eso a casa y dónde lo vamos a poner.
Precioso Javi