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Día 1. Desde el Martes fallar Instagram. Ni actualizar se deja. ¿Quizá si lo desinstalo y lo vuelvo a instalar? El primer paso ya lo he dado: lo he borrado de mi teléfono, que de pronto vuelve a tener un montón de espacio en la memoria. Para el segundo necesito un momento… a ver si esta tarde.

Semana 1. Llevo una semana esperando encontrar un momento para reinstalar el Instagram y, aunque suene contradictorio, mientras tanto, curiosamente, he tenido más tiempo para hacer otras cosas.

Con un trabajo a jornada completa, un montón de proyectos personales, hobbies, una hija de la que ocuparme, una pareja con la que necesito mis horas de intimidad y una vida social ahí fuera que me gustaría cuidar… como una vida en fin como la de muchos de vosotros, marcada por la angustia de tener poco tiempo, tener de pronto más es un verdadero regalo.

Horas que me regala el hecho de no tener tiempo de arreglar el Instagram.

Semana 2. Creo que está aumentando mi concentración en todo lo que hago, ahora que ya no tengo que pensar mientras en si tendré likes por mi actividad, por los comentarios, los mensajes y reacciones, ahora que no llevo esta continua preocupación por el éxito en el bolsillo. En vez de mirar a la pantallita del móvil –a veces a hurtadillas bajo la mesa del comedor– veo el mundo que me rodea, mi mundo, sin marcos, ni publicidad, sin distracciones ni avisos–. Sin los malditos likes, siento el éxito que tiene todo, en sí mismo, lo mucho que me gusta, únicamente por mi criterio.

Hay en vivir sin los likes algo luminoso, veraniego, descaradamente placentero. Me gusta vivir sin Me gustas.

Semana 2. Cuando ya casi me estaba olvidando de Instagram he empezado a recibir e-mails en los que me avisan de que tengo nuevos seguidores. Justo ahora que no publico nada, que no comento nada, que no pongo likes… si de verdad esto sigue así, ¿me convertirán en Influencer sin mover un dedo?.

Influencer es una palabra que suena y me sonará terriblemente ridícula. Tan ridícula como un algoritmo que promueve mi perfil para que me pongan likes, me ilusione, regrese… y me enganche otra vez.

¿Se creen que soy gilipollas o qué?

Semana 3. A veces echo de menos el Instagram. Sobre todo cuando me ocurre algo hermoso, o algo que sin ser hermoso o siendo incluso en realidad feo, yo hago que parezca especial con la cámara, con los filtros y con mi sensibilidad exacerbante. Entonces echo de menos el Instagram, asombrar seguidores, postear mis visiones y que flipéis todos. Ay.

Instagram me devolvió el amor por la fotografía y un poco por mí mismo, por mi belleza o más bien por la belleza que me rodea. Un amor un poco superficial pero un amor después de todo. Dejar Instagram duele.

Sin embargo, ahora que ya no tener que inmortalizar cada cosa bonita que me ocurre, ahora que no tengo que sacar la cámara, interrumpir el momento con el móvil en la mano y sus destellos azules, pidiendo a la gente que se aparte para hacer una foto,… ahora que no puedo preocuparme de subir mi realidad a Instagram no me queda más remedio que entregarme a ella por entero, incondicinonalmente. Caigo así en el océano de mi presente sin una Red que me sujete, sin un cabo que me mantenga aconectado ¿a quién? ¿a mis seguidores, que ahora se lo pierden sin poder hacer nada, si es que de verdad pudieron hacerlo alguna vez?

“Es vivir entonces correr hacia la perdición. De nuevo, sin tregua, corramos hacia la perdición”, escribía Albert Camus. Desde luego no le hacía falta el Instagram para escribir una frase tan instagramera.

¿Inmortalizamos realmente la belleza al subirla al Instagram? ¿En serio? Preguntémoslo de otro modo… ¿Habría llegado la frase de Camus hasta nuestros días si en vez de escribirla en un libro, la hubiese soltado en Twitter o en Instagram?

A veces pienso que Internet se ha convertido en la inmensa tumba de las cosas que podrían haber merecido la pena.

Los libros se acumulan, uno junto a otro, parecen darse espacio mutuamente: invitan a leer. Los post en las redes sociales en cambio lo hacen uno sobre otro, como tierra de una pala que cae sobre la tierra anterior. Toda ésta alegría de las redes sociales se vuelve terriblemente siniestro.

Semana 5. Entre la foto del momento y el momento, me quedo con el momento. Entre recordar lo que ví y recordar una foto de lo que vi, prefiero recordar lo que vi. Además ya no tendré que preocuparme por cómo quede.

Semana 6. Estoy recibiendo más e-mails de Instagram. Esta vez me dicen que mire lo que otros hacen en Instagram. Curiosamente hasta que no he recibido el e-mail no he sentido esta angustia por perderme lo que hacen los otros. Tenía claro que ya me las contrarían cuando nos viéramos, si es que de verdad eran cosas importantes.

A golpe de avisos, un algoritmo desdibuja la diferencia entre lo que me importa saber y lo que es totalmente prescindible, entre lo que les importa a los demás y lo que ni siquiera me contarían si quedáramos a tomar una cerveza.

Confieso que después de recibir este e-mail me he visto haciendo verdaderos esfuerzos por no abrir el Instagram en la web y mirar un rato. He tenido que recordarme que hasta que no he recibido éste e-mail no me había quitado el sueño saber lo que hacen los demás, que tampoco se o le quita a ellos que el sueño yo lo sepa.

Semana 6. Me tomo unos minutos para pensarlo y no, no recuerdo nada que fuera mejor en mi vida cuando miraba 40 minutos al día el Instagram.

Semana 7. El día de mi cumpleaños vi unos robots que jugaban al fútbol. Aquello me hizo sentir niño de nuevo, no solo por que fueran robots jugando al fútbol –que no es moco de pavo–, sino porque que era, además, la primera vez en mucho tiempo que estaba en presencia de máquinas inteligentes sin que estas intentaran al mismo tiempo espiarme, apoderarse de mi atención y mi intimidad, para vendérsela a otros, máquinas que funcionaran sin ni siquiera distraerse ellas mismas de sus funciones en esa guerra subterránea por la atención que hoy caracteriza la tecnología. Y eso a pesar de que ellos eran pura tecnología.

Aquellos robots solo querían jugar al fútbol y querían hacerlo bien. Aquello era dignidad. También era intimidad. Ellos jugaban al fútbol y yo los miraba alucinado. El resto –vosotros, seguidores, contactos, stalkers– no estabais. No podíais saber nada. Dábais igual.

Estar sin Instagram, sin la necesidad de mirar a los demás y mostrar mi vida, me ha recordado aquella intimidad de los robots, aquella misma dignidad. La dignidad de las inteligencias artificiales con las que soñábamos cuando éramos niños y sentíamos que un robot podría ser un amigo.

Del mismo modo que aquellos robots eran pura tecnología, nosotros también éramos pura red social antes del advenimiento de las redes sociales: puro deseo de recordar, de transcender, de compartir, que ya sentíamos, ejercitábamos y alimentábamos por nosotros mismos. La diferencia es que entonces lo hacíamos en el mundo real y sin la tutela invisible de los algoritmos.

Semana 8. Sigo echando de menos el Instagram, sobre todo por los libros. Seguía editoriales, librerías, a otros autores… Estaba al día de todo lo que se publicaba en castellano y me sentía cerca de la escena literaria desde Alemania. Instagram era perfecto para eso. Ya lo conté y muchos me distéis la razón.

Ahora, como no tengo Instagram para ver fotos de libros , he cogido uno y me he puesto a leer.

¿Simple verdad? Pues no tanto. Mientras leía me han dado ganas de postear lo que os cuento en Instagram: el gesto vitalista, narcisista pero razonable, de hacerte una foto sabiendo lo guapo que estas con un libro.

Habría tardado 2 minutos en hacerme la foto, 10 en preparar el post, recortarla, buscar el filtro, los halshtags… sumando cara momentito que habría sacado el móvil para comprobar likes y comentarios… 40 minutos más.

En lugar de eso, he pasado 50 minutos leyendo a Houellebecq.

Semana 9. Anoche hice el amor con K. No es que no hagamos el amor cuando nos apetece, pero el juego de ayer no se hubiese dado no sin una suerte de aburrimiento compartido, una suerte de “qué hacemos ahora”, tan cariñoso, tan creativo, de esos que no se dicen cuando está cada uno con su móvil, entretenidos con las redes sociales, en revisar las actualizaciones de Instagram.

Hacer el amor. Eso si que ayuda a sentirse conectado.

Semana 10. Acabo de terminarme la novela de Houellebecq. No había leído la historia sobre un hombre tan cobarde desde leí “Viaje al fin de la noche”, salvando las distandias –Céline escribe infinitamente mejor y Houellebecq tarda últimamente en calentar los motores–. También hacía mucho tiempo que no saboreaba esa esperanza metafísica que solo Houellebecq sabe transmitir a través de sus expediciones en la miseria contemporánea y que me hace volver irremediablemente a sus novelas.

Es curioso que en sus novelas no haya redes sociales. ¿En cuantas novelas las hay? Sí, las redes sociales son un poco como el ir al baño. Que alguien vaya al baño es algo que casi nunca sale en las novelas y ya no digamos en las películas. No, en general los personajes no van al baño, no miran cada ratito el móvil… no hacen cosas tan feas.

Semana 11. Hoy me he acordado de una instagramer y los videos tan molones que ponía en Instagram y que yo veía casi al instante. Me he preguntado si ha hecho más. Como no tengo Instagram en el teléfono tendré que esperar a llegar a casa.

Y luego esperar a tener un hueco entre las cosas que quiero hacer hoy: Reparar el coche, organizar viajes, revisar mi programa editorial, escribir este post, por no hablar de las ganas que tengo de estar con mi niña, del rato que pasaremos en el parque, de la cena rica que le daré después, la limpieza, que no puedo posponer más, el supermercado, al que tengo que bajar ya porque van a cerrarme… ¿cuándo llegará ese momento “para mí”?

Curiosamente, tener que esperar para ver los nuevos videos, lejos de parecerme una lata, me hacen redescubrir una sensación alucinante: La Ilusión. Vorfreude, como lo llaman en Alemán –no lo digo por pedantería, sino porque vivimos en Alemania–: Vor (antes) Freude (Alegría): alegría anterior al momento de la alegría, alegría extra.

Esperar algo que llegará pone en valor mi propio tiempo, lo hace más cálido y llevadero. Embadurnado en esa alegría extra, en ese significado extra, hago mi día. Y lo hago todo además mucho menos angustiado que cuando, además de hacertodo lo que tenía que hacer, miraba cada vez que podía, a hurtadillas incluso, el Instagram, esperando ver cosas guay, likes, seguidores… y posteando yo mismo, luchando por la atención ajena, por sentir que formo parte de algo que importa.

Semana 12. Estoy en un avión. En el asiento de delante hay una mujer mirando el Instagram. Una imagen, otra, luego eso que llaman “una historia” y que no cuenta casi nada. Y anuncios muchos anuncios. Nada me parece importante.

La verdad es que miro atrás y veo que nada, absolutamente nada de lo que he hecho en Instagram me parece importante. Y estaba haciendo mucho.

Me da un poco de vergüenza escribir esto último, tanto tiempo, tanta atención, tanta energía, tanto trabajo dedicado al Instagram, pero más vergüenza me daría no poder escribir que voy a volver a instalármelo, que no se vosotros pero yo al menos ya no tengo que hacer más.

Soy demasiado libre para volver a Instagram.

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