La feria del Libro de Leipzig es una de las más grandes de Europa. ¿A que suena fascinante? Uno oye feria de libro y se imagina ese ambiente de mercado al aire libre, puestecitos alineados formando calles de un pueblecito literario,… hasta que llega la fecha y descubre que la feria de Leipzig se monta en el palacio de exposiciones y congresos, un complejo de naves y bóvedas de cristal que es el orgullo de la ciudad, cocida por sus ferias y congresos desde tiempos de la RDA. Más que en un idílico pueblecito al aire libre, es en ésta ciudad de los intercambios, llena de espacios que se abren y se cierran, exclusas, escalinatas y galerías donde se organiza la feria del libro. Y el resultado es impresionante. En solo tres días hay tantos puestos que ver, tantas ofertas, tantas lecturas públicas, tantas presentaciones, tantos eventos… tanto que un lector como yo, lento, acostumbrado a ferias que duran una semana en tranquilos parques al aire libre, puede llegar a sentirse sobrepasado.
En este estado mental entro por uno de los corredores de cristal que separan las áreas del palacio. A dónde voy, no lo sé.
Y así, como Alicia a través de un agujero, así como quien no quiere la cosa, llego de pronto a la nave de los ilustradores.
La atmósfera gruesa de los libros se abre de pronto a la levedad de dibujos y láminas de papel. Hay mucha menos gente, mucho menos ruido y una extraña claridad, imperceptiblemente temblorosa como los trazos de un dibujante. Me interno entre los puestos, pequeñas exposiciones de dibujos que hay que mirar muy de cerca. Son muy bonitos, de ese modo tan peculiar en que la belleza se revela como un esperanza entre la ternura y la insolencia, entre lo alegre y lo siniestro, entre lo bello y lo monstruoso, como decía Roal Dahl de su infancia. Y le doy la razón. Son estados de las cosas que se dan más a menudo en la niñez, cuando todo está por ver.
El tamaño de estas obras, no más grande que las páginas de un libro, a veces mucho menos, contrasta con la inmensa la investigación que cada una representa, la minuciosidad de su factura, el acto singular de rescatar la belleza que encierra una historia en un instante concreto y transmitirla con trazos que no puede ser sino los propios. No hay otros. Lector y dibujante se encuentran entre las páginas sin pensarlo. Hay una enorme soledad en todo esto y con ella una intimidad que me resulta emocionante. Me alegro de que la nave esté medio vacía, de vivirlo en esta quietud, pero a la vez lo siento por los ilustradores, que van a vender poco. Cada vez que levanto la vista de un dibujo es como volver un pequeño viaje… ¿Por qué hay tan poca gente en una sala como ésta?
De todas las artes no hay una que me resulte más humilde y a la vez más magnífica que la ilustración, siempre a la sombra de los textos que acompaña. Los objetos que los ilustradores producen son mucho menos espectaculares que un gran cuadro o una escultura, mucho más silenciosos que la música, mucho menos desconcertantes que las instalaciones, mucho menos populares que el cine. Son objetos pequeños, que caben dentro de un libro, en la esquina de una página, en una viñeta… y que están casi siempre al rescate de la belleza de una historia ajena. Una belleza que no es la belleza de los pintores ni de los arquitectos ni de los músicos, no, sino una belleza encargada, por definición, y encargada además de algo explorar la inquietud del prójimo, que no es poco; una misión para la que hay que tener conocimientos y habilidades del explorador, la curiosidad, la capacidad de observación, la valentía para sumergirse entre los detalles y la maña para saber sacarlos a la luz del mundo. La ilustración es un arte y un oficio, requiere conocimiento de las herramientas del dibujo y de la literatura en la que habrá internarse sin ruido, sin aspavientos, sin más pretensiones que la de abrir una ventana en lo invisible por la que asomarse, momentáneamente, a la historia que otros cuentan.
Ni siquiera la misión de los traductores, artesanos y artistas también que trabajan en la sombra, se me antoja tan humilde. Después de todo, las traducciones son imprescindibles. Sin ellas no podríamos leer más literatura que la que estuviese escrita en nuestra lengua, condenados a la experiencia literaria una patria sin extranjeros, incapaz de ver, de leer, más allá de sus propias fronteras, ignorantes del pensamiento y la experiencia que los que nos hablan desde partes del mundo.
¿Carece el trabajo de los ilustradores de una utilidad tan evidente? ¿Acaso no se dejan leer ya los libros sin los dibujos? Quizá la respuesta es esta sala vacía…
Sin embargo me acuerdo cuando era niño y me pregunto si habría empezado a leer sin las ilustraciones que despertaban la curiosidad, por determinados libros, sin las ilustraciones entre sus páginas no me hubiesen hecho preguntarme ¿qué puede estar pasando en esta escena para que la acompañe un dibujo como éste?
Y es ahí precisamente donde reside mi absoluta admiración por los ilustradores, por el amor y la generosidad que supone el hecho de que –quitando los libros de ciencias, pues éstas se expresan a menudo con imágenes– siendo el suyo un trabajo que muchos creen accesorio, los ilustradores no olviden ese instante primigenio ni abandonen su labor de dar por un instante forma a las palabras, ojos al lector, haciendo con su arte la lectura más cercana y los libros más valiosos.
Envidio a los ilustradores además, porque ellos habitan en ese territorio infinito que todos abandonamos sin darnos cuenta: el dibujo. Todos dibujamos de niños. Luego, conforme nos hacemos mayores la inmensa mayoría vamos dejando de hacerlo. Los libros que nos acompañan al crecer van perdiendo también los dibujos. Envidio a los ilustradores porque viven todavía en un territorio donde hay esas posibilidades: la posibilidad de ser persona que dibuja, la posibilidad de abrir libros en los que hay dibujos. Les envidio porque además ellos lo unen todo en un solo gesto: no solo dibujar sino producir los dibujos que repueblan los libros. Es esa identidad entre dibujo y niñez recuperada a través de los libros lo que me hace mirar a quienes ilustran con envidia de hombre viejo, ese espíritu de sencillez en el que desarrolla su duro oficio con la sola meta de profundizar y revivir la belleza.
En esta nave están las ilustraciones de pronto fuera de ese soporte al que sirven, del ecosistema al que pertenecen. Rescatadas como los animales del arca del diluvio sociocultureta que hay ahí fuera, puedo ver las ilustraciones como son, convivir con ellas por un rato como Noé convivió, por unos meses con la diversidad de la creación.
Me imagino las horas que hay detrás de cada trabajo, haciendo borradores, estudiando qué tipo de trazo es el que mejor puede una u otra escena. Tomando decisiones, experimentando. Tantos dibujos que acabaron en las papeleras o en las carpetas que guardaran las casas de sus autores, como yo guardo los croquis de mis edificios.
Casi todas hablan de historias conocidas. Las ilustraciones de los libros que he leído me inspiran una enorme simpatía, la de los que no, no hacen sino aumentar mi curiosidad y reafirmar mi decisión de leerlos pronto.
Pregunto algunos precios. Me gustaría llevarme algunas ilustración. Pero no me llevo ninguna. Son originales, su valor escapa a mi capacidad económica. Tendré que esperar a que salgan en los libros para volver a encontrarme con ellas en la sombra.
Y así es, como en ésta feria del libro tan abrumadoramente grande como la de Leipzig, es la sala de los ilustradores, la que menos palabras escritas contiene, la que me devuelve mis más honestas, naturales y salvajes ganas de leer.
Imagen de cabecera: Ilustración de Moi Escudero (@moi_escudero), que quizá a alguien le suene, pues era el tema de una camiseta de Pampling. Gracias Moi. / Imagen final, ilustración con el lema «Leipzig liest!» (Leipzig lee) de la Leipziger Buchmesse, Feria del Libro de Leipzig (Fuente: Orbanism.com)