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Amanece demasiado pronto. No es una metáfora. Os hablo de ese amanecer que en Verano viene velándolo todo, en mitad de la noche, llenando las calles de Berlíb de luz como si realmente bajo los adoquines hubiese una playa. Os hablo de esa luz que reivindica su playa.

Caminamos hablando a voces y armando un montón de ruido a través de una ciudad que duerme todavía. Con el Mate y el Vodka mezclándose en la sangre –una enorme dosis de cafeína y una borrachera bastante alegre– nos abrimos paso entre los árboles y matojos que, después de meses de nieve y lluvias, se salen, todo exuberantes y contentos, del pequeño orden establecido de sus alcorques. Caminamos brillantes como la piel de esos pequeños reptiles que cruzan el asfalto y la hierba, camino de donde quiera que vayan los reptiles a estas horas de la madrugada; que al parecer hoy es detrás de un feo supermercado, más allá de la verja que separa los aparcamientos de una franjita de tierra que desciende a la orilla del río. Allí, entre dos o tres sauces que arrancan del agua húmeda con ese gesto salvaje de sauce que se levanta de pronto y se desperezan en el aire… para luego dejar caer de nuevo, rendidas, sus lianas sobre el agua, tras esta cortina verde, nos sentamos como quienes encuentran su asiento en un teatro o en una pequeña capilla. Son las 5 de la madrugada.

La luz del sol serpentea en la superficie del agua y se filtra entre las ramas. Al caer sobre la piel es como un estampado dorado. Al caer sobre los ojos, somnolientos y dilatados, son como pequeños fogonazos que esquivamos al hablar.

Meterse desnudo en el agua de un río como el Spree es una temeridad, pero también te pone en tu sitio. El frescor denso, casi sólido que te envuelve y recoge tu cuerpo; la tierra blanda bajo los pies, las rocas, quizá algún objeto hundido desde dios sabe cuándo, a través de la borrachera, revelan una suerte de verdad: que la verdad es el cuerpo, el agua y la luz. En contraste, la ciudad, en la otra orilla, parece de pronto un gran timo: un amasijo de cultura, lenguaje y más lenguaje, mensajes desesperados y esperanzados, promesas de ser que se hacen insignificantes cuando recuperas tu cuerpo y lo bañas en el río una mañana de verano.

Ratpack Side Story de oficinadelatentes.com

Te ayudo a entrar en el agua. Al darte la mano –firmemente, pero sin apretar, con el brazo tenso, preparado, como mi madre me enseñó–, tus dedos entre mis dedos destacan con una torpeza única entre todos los dedos que han buscado mis dedos. Nuestros dedos se encuentran y nos ayudamos a entrar en el río. No es nada nuevo. Pero disfruto mucho de esta sensación. Me pasa que a veces que cuando toco las cosas, ignoro el resto de mis sentidos y me dejo llevar solo por el tacto: apago la luz y a través de mi piel me conciencio de lo oscuro que es el mundo, de todos los significados que se ocultan en esa oscuridad.

Haciendo como que te ayudo a bajar entre las piedras al agua del río, me entrego secretamente a mi conciencia de su piel y de sus huesos. Hay una bellísima nitidez en todo esto, un poco alegre y un poco triste también. Porque soy tan consciente de tu mano como lo soy de que nunca le escribiré una sola línea.

¿Por qué? ¿Por qué nunca escribo inspirándome en ti?, No, qué cojones: ¿por qué nunca he permitido que me inspire nada? Porque entonces me pasaría de la raya. Rebasaría la línea que nosotros mismos definimos aquella primera mañana que pasamos juntos, refugiados en mi cuarto, de esta luz que asuela Berlín las madrugadas del verano; un sol que viene intenso y escorado, atravesando el aire de la noche, el polvo suspendido sobre bosques, lagos y autopistas que empiezan ya en Polonia, pasando entre las enormes estatuas y los embarcaderos de Treptow, reflejándose en el agua del río donde ahora nos bañamos y en el agua quieta de los canales, donde los cisnes duermen aún con el cuello tronchado; una luz que aquella mañana recalentaba los tejados del barrio, chorreaba por las fachadas y finalmente se nos colaba en el cuarto, iluminándolo por más que echáramos las cortinas: Mis manos por debajo de la camiseta que te presté, tu boca que a ritmo torpe, jodídamente prudencial, me bebía el aliento a alcohol, a miedo y a deseo, a la promesa de contenernos –arrebujada entre las sábanas como la ropa del día de ayer–; mientras tus piernas desnudas, todas blanquitas y frías, al rozar con las mías, me traían el frescor de todas las mañanas del mundo en que te despiertas con una persona desconocida y la besas a sabiendas de que a partir de aquí vais a pasaros media vida persiguiéndoos por las fronteras.

Inspirarme en ti sería romper la línea que define esas fronteras, burlar sus guardias, ignorar sus advertencias – vouz sortez du secteur… –. Escribirte  a ti sería pasarme por el forro las leyes no escritas de esas mafias que hay en todas las fronteras del mundo y también en la nuestra. Y que por un precio muy alto te pueden pasar al otro lado, más allá del territorio en el que todo parece controlado, para dejarnos en el de las preguntas –que yo también me hago, no creas, lo mismo ahora que te ayudo a meterte en el agua, que cuando te arrullas contra mí en mitad de la noche, lo mismo cuando me buscas la mano bajo la mesa –nuevamente conciencia de sus dedos entre todos los dedos del mundo–, que cada noche que acabamos bailando en el juntos en el salón como si no hubiese nada que hacer en el mundo que bailar toda la noche, bebernos todo el mueble bar y trabajarnos juntos la misma resaca que ya nos desarmó el primer día…–
…pero siempre con la promesa de volver al día siguiente como una moneda que alguien nos hubiese puesto debajo de la lengua.

Porque sí, porque el nuestro es un juego nacido entre las fronteras, lastrado por un muro de miedos comunes, un juego que son embargo se inicia cada vez por esa la libertad, un poco huérfana, de cruzar siempre a hurtadillas para poder burlar todo este tinglado.

Y por eso yo no le escribo una puta línea. Porque escribir es precisamente un acto fronterizo. Escribir es la rebeldía ante las limitaciones. Escribir siempre te puede llevar a alguna parte de la que cuando vuelas no serás el mismo. Porque en nuestro estraño mundo berlinés, escribir es excesivo, como una noche de estas en las que saltamos los muros y amanecemos bañándonos en el río, antes de retirarnos a el cálido territorio de esta cama mía que le abro como un parque o al de esa cama tuya donde siempre parece que es mayo, y acostarnos otra vez a pesar de todos megáfonos y las sirenas –Sie verlassen den Sektor…– ignorando el silbido de las balas en el aire como quien ignora el vuelo de una abeja, tras sacarnos las monedas de la boca y dejarlas en la mesita de noche para comprar el desayuno a la mañana siguiente, quizá una botella de Apfelschorle, bollos de pipa de calabaza para untar con aguacate, aceite, tomate, y el delicioso jamón serrano que ya no te reservo.

Porque sí, mi amor, porque escribir es efectivamente peligroso, temerario, imprudente, pueril… y no debe volver a ocurrir, como bañarnos en este río tan grande, olvidarnos la cafetera encendida mientras nos damos un revolcón o viajar los dos en monopatín a las tres de la madrugada.

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Imágenes:
1. collage del autor compuesto por: sauces a la orilla del rio Spree, cartel que en el muro de Berlín te advertía de estar abandonando el sector Americano e hermanas Kafka idealizadas en forma de esos zorros que se suelen ver cuando se acaba el invierno en las calles de Berlín.
2. hueco entre medianera con grafiti de «Ratpack» (Paquete de ratas) y sauces, por donde se intuye la cara trasera de la East-Side Gallery, el muro de Berlín.
Nota: «Paquete de Ratas» era el cariñoso apelativo con el que se llamaban los amigos de Frank Sinatra y Humphrey Bogart.

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