No se puede ir a Viena –decía la guía– sin pasar por el museo Belvedere, donde están las obras de Gustav Klimt, entre otras, el famoso Beso. Si, el puñetero Beso de Gustav Klimt, aquel cuadro que parecía estar colgado en las habitaciones de todas las estudiantes. Todas menos una, que tenía El abrazo de Egon Schiele.
Así que estoy por fin en el museo, preparado para ver por fin El beso de Klimt y poner un flamante check en mi mapa mental del arte que querría ver antes de morir.
Sin embargo, al doblar la primera esquina el que aparece es precisamente El abrazo de Egon Schiele. Me sorprende, como escondido tras la pared, como un viejo amigo que me esperara acechando.
Me acerco a él. “Hola”, le digo, bajito –si ya hablo solo en mi vida cotidiana, ya os podéis imaginar las conversaciones que me pego conmigomismo y con cuanto me rodea cuando viajo solo–… En pié delante del cuadro, procuro esbozar una sonrisa afable mientras, si os digo la verdad, en realidad una repentina conciencia del cielo y de la tierra me sube por los costados. Una conciencia a la que sigue sigue esa sensación de peso en la cara que me da cuando me asalta una gran emoción; sí, un peso físico desde la mejilla a la frente, como si estuviera a punto de echarme a llorar o se me fuera a caer una gran máscara -quizá de oleo también, ahora endurecido y agrietado por la vida- haciéndose pedazos en el suelo. Y así me quedo, contemplando el cuadro mientras la cabeza se me inunda de recuerdos.
Tu cuerpo desnudo entre aquellas viejas sábanas de flores, y tu pelo extendido alrededor, tan largo y tan fuerte que a veces temí que fuera a amanecer ahorcado.
Al acercarme a ras del lienzo los trazos del contorno de los cuerpos son azules, de un azul noche. Encerrada en ese aura de trazo gordo, la piel de los retratados: una pulpa viva, citoplasma en el que fluyen corrientes de color, estáticas y bulliciosas a la vez, como las ciudades vistas de lejos y la arena de la playa cuando la miras fijamente unos minutos. Prueba y verás. Vista de cerca, la textura de los retratados cuenta algo, algo cercano e insondable, esa misma historia, muda y loca, de la que me habla la piel de las personas cuando la miro de cerca.
Al alejar la jeta del cuadro es como si despegara dentro de un cohete y viera la tierra alejarse. Me envuelve otra vez el silencio del espacio.
«Gracias Egon», pienso. «Gracias», repito para mí. La chica de al lado me mira disimuladamente por el rabillo del ojo.
El resto de la sala está llena de cuadros de Schiele. Muchos autorretratos. Bastante impactantes. En todos descubro algo que nunca percibí realmente en las ilustraciones de los libros: el modo en que Schiele rescata la belleza del ser imperfecto, vulnerable, perecedero, embadurnado en el barro caliente de su propia e inmensa dignidad, mostrando el lado más humano, turbio pero real de aquella “primavera sagrada” –Ver Sacrum– que decretaron los pintores de la Secesión.
¿De verdad es sagrada la primavera? Parece preguntarte escéptico, como si supiera que iba a morir antes que la mayoría de sus modelos; como si supiera que de todas formas, años después, la generación hippie, esa vuelta al mismo ideal ampliada más allá de las fronteras, no iba a salvar a sus hijos y ni al planeta de la vorágine capitalista en la que esta el mundo ahora.
Miro todos los cuadros dejándome envolver por la fuerza del expresionismo, esa actitud existencialista con la que cuestiona y penetra en la inquietud del mundo a través de la misma sensualidad que a otros ha llevado al misticismo, al ascetismo, a la restauración de una fe, una política, un nacionalismo, una utopía, una religión, una leyenda, el sueño de una nueva juventud.
Escaleras arriba, me esperan los cuadros de Klimt, colgados allí y allá, radiantes y juveniles, con esa capacidad suya tan distinta de deshacer la luz en teselas imposibles para volver a tejerla en un halo dorado de recogimiento y sensualidad que hasta hoy solo me ha envuelto dos veces en la vida -la primera en la catedral de San Marcos, la segunda, una tarde que pasé en la habitación de mi vecina, llena de almohadones y espejitos-:
El beso, asediado por la confusa devoción de los turistas que ha venido como yo a verlo y que no lo verán -ni lo veré- como pensé que lo vería un día en la intimidad de las habitaciones de las estudiantes.
Judith amenazante y sabia, desdeñosa y maternal, desarmando el mundo con la misma mirada chamánica con ya una vez la Medicina lo desarmó, ofreciendo a todos la copa como quien administra un sacramento sin nombre, límites o condiciones.
La novia, con esa fascinante generosidad con la que lo incompleto muestras sus entrañas, sus tejidos, el esqueleto de la técnica bajo la superficie.
Sin embargo, aunque siento la obra de Klimt llamarme desde el piso de arriba como un corazón que latiese detrás del techo, es la emoción del cuadro de Schiele la que me acompañará durante toda la tarde. De hecho, todavía bajaré varias veces a verlo de nuevo, asombrado, entre la inquietud y aceptación, como si me mirara en un espejo por primera vez después de mucho tiempo.
Tu cuerpo desnudo entre aquellas viejas sábanas de flores, y tu pelo extendido alrededor, tan largo y tan fuerte que a veces temí que fuera a amanecer ahorcado.
«Gracias Egon»… Me alejo del museo con la tristeza de despedirme del amigo que me hubiera esperado para sorprenderme tras la esquina.
…»Gracias».
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