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La chica aparece a lo lejos, conforme la lectura avanza, se hace más y más grande, hasta que de pronto ya esta nosotros, real como si nunca hubiese pertenecido al paisaje del parque. En silencio, se hace un sitio entre los oyentes como si lo hiciera también entre verso y verso.

Las nubes han ido cerrando el único hueco por el que entraba la luz del sol para caer justo sobre nosotros. Algunos buscan sus chaquetillas y se las echan al hombro. Otros se ajustan la bufanda. Alguien se cruza de brazos para darse calor suspirando.

Ella mira al cielo y sonríe como si llevara horas esperando este momento. Procurando no desconcentrar con su movimiento a los que seguimos la lectura, empieza a arremangarse el pantalón. De debajo de la tela va descubriendo una piel muy blanca cosida entera con puntos de sutura. Cuando acaba de arremangarse el pantalón se baja a también con mucho cuidado el borde de los calcetines y alzando la cara con satisfacción –y casi agradecimiento– hacia el cielo gris, estira la pierna remendada. El médico le debe haber dicho que el sol hace que la cicatriz para siempre en la piel. Lo sé porque a mí me lo dijeron también una vez que me abrí la cabeza con el monopatón. Creo que aquella fue la única vez en mi vida que he logrado llevar sombrero sin perderlo en la primera semana.

De extremo a extremo, las costuras que mantienen cerrada su carne, a lo largo de toda la pierna, forman una decoración cruel pero necesaria, llena en definitiva de esa ternura melancólica que evocan los dibujos de Tim Burton o que siempre me ha inspirado Roald Dahl en sus brillantes aproximaciones al horror infantil.

La chica abre su ahora en silencio su bolsa. Sin dejar de escuchar atentamente –de sonreír cuando el cuento tiene gracia o de arrugar la frente cuando deja de tenerla– saca un costurero y se pone a coser en silencio.

Lo arreglado arreglando, me digo para mis adentros. Y esas rgls rgls tienen en mi boca un sabor metálico, como si no más allá de la cacofonía no fuera sino el sonido de los eslabones de una larga cadena que desciende uniendo las cosas hasta el fondo mismo de la realidad.

Alguien me da una palmada discreta en el hombro. Me toca leer. Extiendo el papel sobre mis regazo para que no me tiemble el pulso, como siempre que tengo que leer mis textos en alto. Es un relato duro y lírico a la vez, doloroso pero aligerado también con esa rebeldía tierna, casi arrogante, que muchos ya me conocéis… Y que ahora tengo que leer modulando la voz una y otra vez, carraspeando como un idiota, intentando desesperadamente que no me noten en la voz que en realidad he dejado de creer en la rabia con la que lo escribí.

Imagen: Fotograma de «Frankiewinnie» el corto por el que echaron de Disney a Tim Burton en 1984.

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