Relato que inspira «Democracia en Exilio», acción en la que puede participar cualquiera que vote fuera de España en las elecciones generales del 20D.
Aquel día recibí por fin la documentación para votar desde el extranjero. Encontré el sobre de la embajada en el buzón y lo abrí directamente mientras subía las escaleras. Cuando llegué a mi cuarto acabé de sacar todo el contenido del sobre y lo ordené cuidadosamente sobre la mesa. Las instrucciones estaban redactadas en un feo lenguaje burocrático, de esos que no se sabe si hablan claro o no y le hacen sentir a uno un poco imbécil. Creo que ni siquiera había acabado de leerlas cuando levanté la vista de las instrucciones y me quedé mirando embobado las papeletas sobre la mesa.
Mi mesa: uno de esos preciosos muebles alemanes de estilo moderno de los 50, de los que no se ven en España, debido, supongo, al estado de low profile o de coma inducido que debió sufrir el arte moderno durante el franquismo (y que nos trajo la generación de muebles ñoños que luego decoraría la casa de nuestros padres en los 80 y las casas de alquiler de los 2000, justo antes de que Ikea popularizara el diseño nórdico y los laberintos para ratas a escala humana). Tampoco es un mueble moderno «demodé», destinado desde su origen a oxidarse en las vías muertas que otra moda. No, es un genuino viejo-mueble-moderno, cuya voluntad de ser moderno permanece más allá del tiempo, como Mozart, Lorca o el arte minoico, quizá un poco más ingenua ya, pero aún palpitante. Sobre es este viejo mueble moderno berlinés yacen las papeletas para votar en las próximas elecciones Andaluzas.
Mi compañero de piso que acaba de llegar también. Se oye la puerta, el cricric de las llaves al dejarlas en la mesa, un croc y luego sus pasos sobre el suelo de toscas tablas de madera. «Altbau», vieja construcción, la envidia de los locales: Tablones clavados simplemente en el suelo y bien barnizados, algo faltos de la delicadeza de un parquet o una flotante, pero sobrados de esa calidez que sugiere el oficio de un carpintero. Más allá, por encima de la mesa y de las papeletas para votar, en la noche nordica de las cuatro de la tarde, las ventanas comienzan a emanar su luz hogareña. Las fachadas parecen saludar a la gente que vuelve del trabajo en bicicleta, con la simpatía bonachona de toda composición clásica que prescinde de pronto de todo detalle. Algunos dicen que esta simplicidad es influencia de la Nueva Objetividad. Yo más bien la atribuyo a la necesidad de reconstruir una ciudad cagando leches y con un presupuesto limitado.
Kualkierasabe Straße, Kreuzkolln, Berlín, ciudad autónoma que hay en medio de Brandemburgo, a solo 80 Kilómetros de Polonia, en fin, donde cuando era pequeño empezaba el mundo de la Unión Soviética, Europa del Este… o si queréis, ese lugar que en las novelas de Dostoievsky llaman «Prusia». Hoy día, quizá Berlín no suena tan lejos. Está en nuestras bocas desde la guerra fría y ahora más con la crisis de estructura e ideales Europeos. Es una capital del mundo, de la cultura del mundo, de las decisiones del mundo. Pero esperen… en serio, ¿dónde queda Berlín? Por favor, tómense un momento para mirarlo en un mapa.
¿Lo ven? Sorprende, ¿verdad? Tiene el encanto trágico de parecer en medio de ninguna parte. De hecho, aquí a ras del suelo, a poco que salgas de la ciudad parece también que estas en medio de ninguna parte. A su alrededor, la región de Brandemburgo y alrededor las tres Sajonias, Mecklemburgo-Pomerania-Occidental y ya en Polonia, Zaschodnio-Pomorkie (Pomerania Oriental) y Lubuskie (Lubus)… forman una inmensa planicie de bosques, huertos y ciudades tranquilas sin horizonte alguno más allá que las copas de los árboles, las silueta de las autovías y algunas construcciones. Berlín, en medio de esta inmensa topografía en calma chicha, es una isla maravillosa, cosmopolita y salvaje, llena de provocadora creatividad y moderna miseria europea , donde la carencia de una topografía física se suple con una intensa topografía social. Pero miren, miren el mapa otra vez, por favor. Seamos sinceros. Esto está en el quinto pino. O, siendo humilde, para mis amigos exiliados en Shanghai, esto está donde el quinto pino empieza. Bueno, pues aquí, donde el quinto pino empieza, están conmigo las papeletas para votar el parlamento Andaluz.
Mi compañero de piso entra un momento en la habitación y mientras me informa de algo (unas facturas, qué se yo) se queda mirando las papeletas con extrañeza.
Und das?, was ist das?… ¿Y eso?, ¿eso que es?
Das ist flüssige, ganz frische… europäische Demokratie in Exil. / Esto es fluida y fresca democracia europea en exilio.
Él las mira con el mismo desdén con el que uno suele ver “la burocracia de los otros” pero a la vez con una inevitable fascinación… porque no solo es la burocracia de un país lejano, sino la prueba palpable de un ejercicio de democracia deslocalizado.
Entonces me sonrie, un poco triste, como si de pronto entendiese mejor lo que ya sabe de mí: que no soy un puto post-Erasmus, ni uno de esos jóvenes que se marchan «guiados por su espíritu de aventuras», como dijo una vez la Secretaria General de Inmigración y Emigración del Gobierno de España en un gesto frívolo y cruel.
Esto no es una cuestión política. No es algo que solo nos duela a los que estuvimos en el 15M, a los que organizan la Marea Granate o a los que hablamos de la ley Mordaza aguantándonos la vergüenza y la frustración, delante del resto del mundo. No, esto es algo que nos pasa a todos los que nos hemos ido, independientemente de ideologías o de colores políticos. Pertenece al orden de cosas que nos revelan un día nuestra condición de emigrantes, que a mí me gusta resumir como «extranjero que no puede elegir». Porque no te haces emigrante el día que te vas, sino el día que comprendes que ya no tiene sentido volver. Entonces sí que asumes de verdad el papel y te descubres a tí mismo interpretándolo con renovado respeto.
Pues claro que vivir en otro país es fascinante. La idea de viajar siempre lo es… pero no, no es una Erasmus. No tienes la seguridad económica de un estudiante, ni la acogida social de una universidad. Es un salto sin red en el que el valor que tienes no promete nada y el aplauso de los demás se oye muy de lejos. Hay que alejarse de pronto de todo lo que amabas. Hay que luchar cada día por mantener una apuesta sin garantías y el vuelo que el salto supone. Es duro. Duro de cojones. Y entre las cosas duras está el hecho de que, votemos lo que votemos, la realidad es que entre tenemos que vivir la democracia a distancia.
Y si votar desde tan lejos es duro, más duro es hacerlo en el momento en el que se decide si dejamos o no en el poder a la misma cofradía de mamarrachos que han gobernado enriqueciéndose mientras el país se convierte en un cómic de Mortadelo y Filemón y nuestros planes de vidas se iban a la mierda…
AndaluzZzZía lee mi compañero intentando pronunciar la C correctamente. A él le suena a vacaciones, buena vida, despreocupación y exóticas visitas culturales. Para mí, a pesar de que lo mal que pronuncia la C, sigue sonando como “el lugar de los que se han quedado”: el otro lado del cristal de cuarzo de las pantallas o del papel, a través del que los veo luchando por lo mismo, aunque usando otras armas y resignándose por otras cosas… cosas que a mi me parecen lejanas y familiares, como de otro tiempo de mí mismo. Andalucía, España entera, ese cómic de Mortadelo y Filemón en el que estamos inmersos. Yo incluido a pesar de la distancia y hoy más aún ahora que en mi barrio de la Prusia de Dostoievky, recibo por fin el arma común para votar en Andalucía.
Pidiéndome permiso con la mirada, mi compañero de piso coge las papeletas y empieza a examinarlas, una a una, con atención. Pienso entonces en el montón es Andaluces que, como yo, tendrán ahora sobre sus mesas de Berlín, Chicago, Guayaquil o Shanghai, las papeletas para votar y tratar influir en un país que han tenido que abandonar y que va desde hace años ya a la deriva a miles de kilómetros de distancia. ¿Se les harán tan extraño a ellos como a mí verlas tan lejos de su contexto? ¿y para sus compañeros de compañero de piso?…
Y más allá de la intimidad de sus cuartos ¿y a todos los demás? ¿Qué pasaría si en vez de dejarlas aquí, sacara a la calle las papeletas de las elecciones – ese objeto de por sí tan íntimo como solo lo son los entresijos de un país y sus ciudadanos, a intima posibilidad de ser, al menos una vez, escuchado de verdad –… y las abandonara entre los flyers de una cafetería o las dejara entre los folletos de la sala de espera del dentista? Las papeletas de las Elecciones Andaluzas de pronto en bar de o que un día fue Alemania Oriental.
Mi compañero de piso examina por última vez las papeletas, pensativo, repasando con la yema de los dedos la textura del papel. Luego las pone de nuevo en la mesa, bien ordenaditas, cuadrandolas con aire de mucho respeto.
Andalucía le parece tan lejos. Y por triste que parezca, lo cierto es que a mí también.
Pingback: DEMOCRACIA en EXILIO (acción) | Oficina de Latentes
Pingback: DEMOCRACIA en EXILIO. Relato personal de la experiencia de las elecciones en España como arquitecto exiliado en Alemania