Latente: 20130213/BE.
Es precioso estar leyendo a la vez dos libros tan dispares como un ensayo de Milan Kundera y una novela de Kenzaburo Oé, y que de pronto Kundera vaya y mencione precisamente el libro de Kenzaburo que estás leyendo.
¿Cuántas veces se refiere la literatura europea a la novela japonesa contemporánea? Desde luego, no muy a menudo. Quizá últimamente con Murakami un poco más, pero, siendo franco, Murakami es muy occidental (¡Oh ah uh, siempre quise decir esto!)… Y, aunque tiene un estilo precioso, lo cierto es que, como dice Kittywoo, mi experta personal en literatura japonesa, después de 4 libros tienes la impresión de haber leído mil millones de veces el mismísimo párrafo en que el personaje describe cómo abre la nevera, saca cualquier cosa y se pone, oootra vez, a cocinar sin mucho entusiasmo. Porque si, porque Murakami es un autor acogido por la cultura indie occidental y, como todo lo que a ésta le pirra, tiende a ser formateado como una etiqueta de consumible de calidad -la cultura indie es en su mayoría clase media intelectual bien formada-… pero reiterativa.
Más allá de todo esto… en serio, ¿Cuántas posibilidades hay además de que de que en libro mencione a otro libro de un continente a otro, de una cultura a otra, dos libros tan dispares y que precisamente en el día son el contenido de tu bolsillo? Si, es preciosa la coincidencia, es precioso cómo me hace sonreir a solas en el café donde vengo a trabajar, escribir y leer, y a encontrar de pronto lo que leo, cosido de pronto con mi presente. Es precioso sentir como si estuviésemos bajo un tejido mágico e invisible, transcendente, un mensaje, un plan… se siente uno como en una especie de show de Truman metafísico: El mundo, algo, alguien en el mundo, converge en nosotros como una mirada y sitiándonos de pronto sobre un escenario. Es esa sensación de la que hablaba Kundera, en La insoportable levedad del ser – no sin su ironía omnisicente –, esa música de la vida que le parece oir a uno. Esa música que hace que tantos personajes – yo y vosotros también, porque esta música nos convierte en personajes – decidamos que hay que entregarse a la magia y correr la aventura que nos toca.
El otro día me preguntaba mi amigo Quico por qué nos gusta tanto cuando nos sentimos parte de un relato. Hablábamos de Roma. A él le encanta Roma y yo le pedí que me contara por qué. Después de decirme un montón de cosas que ya sabemos, le pregunté otra vez, más concretamente, qué era lo que le gustaba a él de Roma. Él lo pensó unos segundos durante los que yo me imaginé en tonos de código fuente, las miles de referencias y entresijos de esa inteligencia a la que tanto cariño tengo y que tanto me divierte, concienzuda, iconoclasta, humilde y devastadora. Podía esperar cualquier cosa… pero no mi amigo simplemente ordenó sus sentimientos y los sintetizó en una sola frase: Roma le hacía sentirse parte de un relato. Yo recordé cómo Berlín me hace sentir exactamente eso: parte de un relato – más bien de una película –, que además sucede en el inquietante y excitante escenario de la historia reciente – la que he vivido y no me es algo ajeno, escrito en los libros –, la que ha marcado el cine y el arte del mundo que conozco. Pero no dije nada. No podía hablar de Berlin: Los dos lo compartimos cada día. De hecho, estábamos en un precioso Kneipe berlinés de Ohlauerstrasse, uno de esos barecitos sumidos en esa atmósfera inconfundible que dan las velitas y lámparas con densas pantallas amarillas, chorreando su cálida luz en paredes desgastadas y enormes flores radiantes de fresca melancolía… de fondo sonaba un tecno suave y decadente; los muebles, todos recuperados de anticuarios de los años 50. Disfrutábamos de una buena cerveza juntos, una tarde cualquiera, en esta ciudad que ha sido el marco de nuestra amistad: el mundo que estamos creando juntos desde hace apenas un año. No, no podía hablar de Berlín: Hablábamos de Roma y él. No se trataba de hablar de lo que los dos amábamos sino de lo que cada uno amaba y, por eso precisamente, de la condición que lo hace único: una historia entre mil, una sola, la historia propia, más allá de la anécdota de habernos encontrado. A mi me pasa con el jazz, le dije, Confieso que no sé mucho de jazz, pero me hace sentir feliz como si fuera parte de un relato. Como Roma, aquello del jazz era muy estético, escenográfico. Los dos nos concentrábamos en la estética de esos relatos o lo que nos hacía sentir parte de ellos. Acción o paisaje. Situacionismo o novela psicológica… Lo curioso es que nuestras vidas se trazaban más como una novela psicológica.
Fue entonces cuando mi amigo me preguntó entonces por qué se siente uno tan bien cuando siente que forma parte de un relato.
Pensé entonces que cuando uno se siente parte de un relato, se siente parte de algo memorable, algo que tiene el suficiente valor como para ponerse en una narración, contarlo y trasmitirlo a otro, al futuro, a territorios más allá de uno mismo. Lo que nos hace felices al sentirnos parte de un relato, es quizá la sensación de permanencia, de ser parte de lo que durará, un oasis de pequeña trascendencia en la nada cotidiana – la memoria, la belleza –, una parte de la poca herencia que nos toca de la eternidad.
Me encanta el jazz. Cuando suena jazz, la música me ayuda a encarar mis acciones como parte de un relato. Me hace percibir, de algún modo, el valor tendrían si hubiese esa permanencia, me hacen valorar el instante de vida que dejaré flotando en la nada después de morir. Y hacerlo por eso con coraje, resposabilidad (al menos de que quede bien). Me hace sentir parte de una historia, de algo narrable y salvable, algo que podría entregarse a otros y que esos otros podría valorar . Dicho en términos burocráticos: sentirse parte de un relato es sentir que se tiene un aval, la certificación de un tercero, que negocia entre nosotros y la Nada contratante.
Es precioso estar leyendo librosa la vez, tan dispares como una novela de Kenzaburo Oé y un ensayo de Milan Kundera – no puedo leer dos novelas a la vez pero ensayo si, tiendo a ser fiel a una sola historia y mil pensamientos –. Pero más precioso aún es que de pronto Kundera mencione a Kenzaburo, arrollándote con la sensación de habitar la topografía de una historia secreta, una complicidad con el hilo del mundo, haciéndote ser parte de un tejido, una narración que te acoge, una fresca sombra de permanencia en el anodino abrasador del día a día, y gozar toda la tarde con esa sensación para venir y volcarla este momento en que abro el ordenador y empiezo escribir con este instinto, alegre, devorador, de acechar mi propio tiempo.