K. sale del agua. Yo me quedo en la bañera, mirando encantado cómo se seca y se pone unas cremas. Yo me quedo en el agua aún una hora más leyendo, no sin abrir de vez en cuando el grifo del agua caliente cada vez que siento que el agua se enfría. Son las diez de la noche. La niña duerme. Estas son las horas del día que nos quedan para hacer cosas que no hemos podido hacer en otro momento. Como se adivinará, en 2020, la mayoría de esas cosas se hacen a través del ordenador. Son las horas en las que acabo haciendo en fin esa parte de la vida que se hace en Internet. Pero no me apetece salir de la bañera. Y menos para encender el ordenador. Temo que la luz de la pantalla, que el murmullo del mundo, me espabilen otra vez. Necesito el sueño. Ha sido un día muy largo. Prefiero leer. Leer me nutre de información, pero no me espabila, más bien acompaña a mi alma y al resto de mi biología que ya se prepara para ir a dormir.
En estas estoy cuando me acuerdo de la cocina sin fregar, la basura que hay que sacar, los restos de comida que nuestra pequeña ha dejado esparcidos alrededor de su silla.
«Vale» suspiro y el agua me suena cálida y brillante al incorporarme.
Me levanto pues. De pié en la bañera medio llena, alargo el brazo para dejar el libro como buenamente alcanzo sobre la lavadora. Y comienzo a enjuagarme, agradecido de haberme dado el baño con el libro, sumergido mi cuerpo en aguita caliente y el alma en la palabra escrita.
Hay algo en la palabra escrita capaz de una conexión única entre el mundo y yo. Me siento bendecido cuando leo. Unos tienen La Palabra, otros Las Escrituras… pero ambas palabra y escritura como medio, sujeta a una función, a una idea, un sacramento, un mensaje, un objetivo. Para mí es la palabra, la escritura en sí, el sacramento, la que me trae este rudo pero auténtico ascetismo que me envuelve todavía mientras me extiendo el champó por la sesera. Son los libros –»Cuídalos bien, mi niña, porque dentro está el pensamiento de las personas»–, la experiencia de la lectura y la escritura, lo sagrado –sí, me digo, incluyendo la Biblia misma, ese libro tan viejo, que aún influye en la actualidad, y no porque sean Las Escrituras, oh ah uh, sino por que es Escritura, sin más–, capaz por sí misma de inspirarme un respeto que jamás he sentido por ninguna religión.
Desnudo en el eco cristalino del el agua al caer sobre sí misma y el siseo del último párrafo de Saint Exupery, acabo de enjuagarme. Y salgo de la bañera con la torpeza de un bautizado, tiritando, sonriente y preguntándome por dentro por qué no traje una toalla seca antes de entrar al cuarto de baño.