A los niños se les infravalora. Y cuando más se los infravalora es precisamente cuando se los trata como a niños, reduciéndolos como personas por la limitación de ser niños en lugar de comprender el amplio privilegio de ser niños. Lo que voy a contar no es un juicio de valor sobre los adultos que me dieron lo mejor de sí mismos, su tiempo irrecuperable, su amor incondicional y todo si esfuerzo en cuidar de un niño desde que nace hasta que se va. No, escribir esto no es sino el ejercicio de ponerme en la piel del niño que fui, entender e intentar no olvidar como adulto que soy ahora que por más amor que pongas, a veces las cosas no funcionan como crees y que si soy consciente de ello, quizá pueda reaccionar.
Así que vamos allá, 10 cosas que me hacían pensar que los adultos son idiotas:
1. Que me pusieran como protagonistas de un cuento. ¡Mierda –me decía–, otra vez! ¡Están improvisando!. De bebé funcionaba muy bien. A mi también me encanta hablar al bebé como si fuera el protagonista de una gran historia. Porque lo es y así le acompaño. Pero hay un momento en el que dejé de ser un bebé y entendí que el cuento es un camino, de que si era el protagonista de un cuento lo más probable es que fuera un cuento improvisado y de que si improvisaban lo más probable era que no tuviesen ni idea a dónde me querían llevar. Yo quería un cuento de verdad, una de esas historias que marcaron el mundo de ahí fuera, y que la gentes se cuentan unas a otras como quien te guía hacia una gran revelación.
Me daba cuenta además de aunque toda historia por fantástica que fuera podía haber ocurrido en alguna circunstancia –era un niño, ¿qué queréis?– había siempre una excepción y esa era precisamente la historia que yo protagonizara. ¿Cómo podría haber ocurrido si yo no la recordaba? ¿en un futuro? ¿qué futuro, si me la están contando en pretérito?. No eran cosas que pensara con palabras. Ni siquiera conocía la palabra “pretérito”. Pero eran cosas que sentía y percibía, de las que me daba cuenta y de las que me parecía increíble que los adultos no se dieran cuenta también.
La única manera que se me ocurría de intentar hacerles entender que lo que me estaban narrando no era un cuento era dejar de preguntar qué iba a pasar con la esperanza de que se dieran cuenta por sí mismos de que no podía sentir curiosidad por seguir y descubrir a dónde llevaba el relato porque que ni ellos mismos lo sabían.
2. Que me pusieran como protagonistas de una canción. ¿Otra vez?… Me gustaba mucho que cantaran pero hubiera preferido una canción de verdad, de esas que la gente canta por ahí, porque sí, porque han calado, porque algo hay en ellas que se extiende por ahí fuera, como otras mil cosas que yo también tendría que descubrir pronto, cosas reales, como Espinete, Robin Hood o Lucke Skywalker.
En vez de eso, escuchaba una canción improvisada sobre mí. Lo curioso es que yo mismo canto ahora de ese modo, improvisando todo contento para los bebés. Pero yo ya no era un bebé. Tenía 4 años. Y algo sabía: que el placer de una canción como el de un cuento son mucho más profundos que el simple cantar o narrar. Que están más allá de los verbos.
Por otro lado, siendo francos: ¿Cómo te sientes cuando te cantan una canción sobre ti mismo? En privado, en un primer momento, es posible que te haga gracia. Luego quizá he empiece a hacer sentir ridículo. Si es en público es muy probable que incluso te haga sentir un poco humillado. Los que mejor lo saben son los mimos niños:
Javierito
huevo frito
tortilla de bacalao
que tu padre on te quiere
porque estás mediochalao.
Lo gracioso es que ahora me río leyendo estas líneas, quizá porque pertenecen a ese cielo de placer y a ese infierno en el que solo puedes sobrevivir aprendiendo que es al final la infancia.
3. Que interrumpieran con canciones los dibujitos animados. Fueran los adultos que hacían los dibujos animados o los que luego nos los ponían en casa… ¿De dónde cojones habían sacado que a los niños nos guste la música en cualquier momento?. En realidad aquellas canciones me sacaban de quicio, no porque no fueran bonitas –muchas las recuerdo– sino porque interrumpían la historia con la imbecilidad que supone pretender que cuando empieces a cantar, el mundo entero se va a poner a cantar y bailar contigo. Soy un niño, creo en los monstruos, en los animales que hablan, en las naves intergalácticas y pero no soy gilipollas: Hay experiencias que ya tengo. Yo esperaba pacientemente a que los personajes acabaran de cantar y poder seguir la historia, ni son la sensación de que ellos eran también un poco gilipollas.
Los adultos nunca comprendieron que los dibujos animados eran para nosotros la aspiración a una realidad y que en este ascetismo, las canciones no solo eran una cursilada que invadía con sus gustos nuestra aventura sino que además la alejaban irremediablemente de la verosímilmente que toda buena fantasía es capaz de generar, al menos alrededor de si misma. ¿por qué no canta Han Solo ni Lucke Skywalker? Con aquellas canciones se cargaban la consistencia, la coherencia,… conceptos que no sabía nombrar pero cuya necesidad intuía con bastante claridad.
Con el tiempo he comprendido que lo que ignoran los adultos. A saber: ¡que a quien más gustan los musicales no es sino a ellos mismos! Pero eso solo lo puedo decir ahora, después de ver un buen montaje de Mary Poppins y haber llorado de emoción oyendo con 27 años las canciones que había odiado a los 7.
4. Cuando hacía una pregunta imaginativa y algún adulto se reía diciendo “Jajaja, mira lo que ha hecho le niño”. “Eh,” les intentaba decir con la cara muy seria “Estoy aquí”…. Vale que sea gracioso, pero ¿no podríais tenes el detalle de reíros más tarde, cuando yo no esté? O ya que os vais a reír de mi ocurrencia, quizá un poco fantástica pero importante, para mí ¿No podríais al menos tener la deferencia de no hablar de mí en tercera persona –“el niño”– como si no estuviese aquí presente y consciente de todo, como si fuera un mueble, un perro o un mono de feria?”
Lo peor de todo es que fuera lo que fuera lo que hubiese dicho lo había dicho en serio. Quizá cuando se reían y hablaban de mí en tercera persona, lo hacían con un amor, una fascinación infinita por mí, pero era un amor que me ponía triste porque por infinito que fuese, no era capaz de dejar de pisotear la dignidad de quien se arriesga a cuestionar el mundo y buscar una solución con su propia inteligencia. Aunque fuera un mundo pequeño y una inteligencia con poco bagaje. Yo sabía que no tenían malas intenciones pero me resultaba espantosa la inconsciencia con la que se reían y me obviaban, a mí y seguro que a los demás niños.
Lo que me hacía sentir verdadero desamparado no era que los adultos fueran unos inconscientes –yo también lo era a veces– sino que siendo tan inconscientes de sus actos, eran además las personas bajo cuyo cargo nos encontrábamos.
5. Cuando lo empeoraban diciendo: «Repíteselo a tía X o a tío C». Entonces sí que pensaba, sin dudar, que los adultos tenían la inteligencia emocional de un mosquito. A ver, adultos, mayores… He expuesto mi duda, mi idea, lo que sea. Tiene gracia. Quizá no entienda por qué pero la tiene. Vale. Pero sólo porque te hace gracia no me ordenes que lo repita como un papagayo. No soy un mono de feria. Tengo una pregunta ¿recuerdas mi pregunta?
Mientras se reían y me pedían que la repitiera, mi pregunta quedaba suspensa, sin respuesta alguna… yo esperaba hasta que al final me daba cuenta de que en realidad se habían olvidado, no de lo que había dicho en sí –no, eso lo recordarían y volverían a reír– sino del hecho de que lo hubiese dicho esperando una respuesta, que era al final el objetivo de intentar comunicarme con ellos. Todo inútil.
6. La presunción de que solo porque haya niños de “mi edad” vamos a querer jugar juntos al instante. ¿Os caéis bien todos los adultos al primer minuto? ¿De verdad?
7. Las presunción de que mi edad tenía una horquilla de dos años hacia atrás y de dos hacia adelante, por la que lo mismo me vi desamparado entre niños mayores obligados a tirar sin ganas de mí, que en la desesperación de intentar divertirme con niños pequeños que te hacían sentir que ese iba a ser un día muy pero que muy largo.
8. Que trataran de que superara mis incompetencias poniéndome a competir con los demás. Mira que rápido se come Josito el filete. Te va a ganar. Mira a Alberto que valiente, no tiene miedo. Mira a Cristina, lo rápido que ha hecho los deberes. Mira a Lolita que no llora. Hay que ver. Y es una niña.
Era un niño y no tenía metas, no al menos las mismas que un adulto: jugar, explorar, asombrarme, ser querido; quizá más que metas quizá no fuesen más que la aspiración a una seguridad en la que poder ser niño y desarrollarme en paz. El filete, la valentía, los deberes, todo eso, por más que lo proyectaran como una gran meta, era un constructo ajeno a mí y probablemente a todos nosotros. Venía de fuera.
La presión que recibía para enfrentarme a esos valores impuestos no hacía sino desgajarme de mis iguales, diferenciándonos humillantemente con valores que hasta ahora a nosotros no nos habían importado.
Nuevamente aparecía el desamparo de comprender que, si bien no estaba de acuerdo con esa presión impuesta, estábamos en manos de los que la ejercían, creando con ello la angustiosa idea de que si no competía y hacía lo que ellos querían, era porque yo era el peor.
Mi reacción ante eso no era comer más, ni armarme de valor, ni hacer los deberes, ni dejar de llorar… sino procurar no olvidar que todo eso era una mierda, recordarme a mi mismo que si quería ser feliz no les debía creer.
9. Que hablaran de mi físico, ya fuera por que les preocupara o porque les hiciera gracia. Ahí, ya no era una sospecha, ni una reacción psicológica por sobrevivir. Era mi razón. Mi propia inteligencia la que se daba cuenta de lo brutalmente insensibles que eran las personas en cuyas manos me sentía.
Yo era un niño muy delgado. Podía haber sido gordo o bajo o qué se yo. Me tocó la china de ser delgado. Ellos eran todos diferentes y yo los amaba sin cuestionar cómo eran. Me preguntaba por qué iba a haber algo malo en ser como era, porque algo malo habría, si no, ¿por qué hablaban de mi cuerpo constantemente?
Para ellos mostrar interés por nuestros cuerpos, fuera por lo tristes o por lo graciosos que eran, era una prueba de amor, de devoción incluso. No me cabe duda. Para mí sin embargo la verdadera prueba de amor hubiera sido que entendieran que bombardeándome con sus opiniones sobre mi cuerpo no hacía más que angustiarme, avergonzarme de ser como era y en última instancia sospechar que de alguna manera no nos tenían respeto. Digo «nos» porque no me dolía solo cuando hablaban de mi cuerpo, que era todos los días, sino también cuando hablaban del de los demás, a los que yo miraba intentando transmitirles toda mi solidaridad.
Quizá debiera haberles hablado yo a ellos de sus cuerpos, sí, y con el mismo desparpajo que ellos hablaban del mío, a ver qué les parece. Pero no: me habían enseñado a respetarles. Me habían enseñado que si les decía ciertas cosas se enfadarían y me castigarían. Pero ¿es respeto la sumisión y el miedo? Yo oía todo aquello tragándome la rabia, la angustia de ser como éramos, el miedo a que siguieran hablando un segundo más… y la descorazonadora seguridad de que aunque se callaran por fin, volverían a hacerlo pronto y sin dudar.
10. Que me dijeran que sabían lo que pensaba. Pues bueno, esto es lo que pensaba… ¿de verdad lo supieron alguna vez?
Imagen de la plataforma de blogs y foros «Padres Facilísimo», en un artículo sobre cómo interpretar los dibujos de los niños.