Leer la 1ª parte de la entrevista aquí o la 2ª parte aquí
La carpa donde se alojan las familias, con una cubierta a dos aguas, tiene aproximadamente 30 metros de largo por 10 de ancho. El espacio interior está dividido por paredes hasta los 2,5 metros de altura, como las oficinas que salen en las películas americanas, pero más gruesas y fuertes, que definen un pasillo longitudinal con habitaciones a los dados. Cada habitación acoge a dos familias; dos familias que muchas veces no se conocen entre sí, con sus rifirrafes de familias y las locas historias que hay detrás de cualquier familia; dos familias –en toda su confusa acepción– que deben compartir este extraño espacio, la incertidumbre de su situación y, si intiman, quizá la nostalgia de haber renunciado a todo cuanto tenían, la horrible experiencia del viaje que han hecho para llegar hasta aquí, qué se yo… Háganse el cóctel. Pónganse en el papel. Miren a sus suegros, imagínense a si mismos renunciando a su mundo y largándose con ellos con lo puesto para acabar durmiendo todos juntos en un lugar así. Pruébenlo si tienen valor. Seguro que lo tienen pero espero sinceramente que no lo necesiten.
Las habitaciones en sí no tienen un techo, abiertas al aire y la luz. Varios metros por encima, la estructura de metal y la piel blanca de la carpa son el techo común bajo el que todos los sonidos, conversaciones, llantos, regañinas, carcajadas, pedos y polvos ascienden desde los espacios privados para mezclare en el aire.
Me pregunto cómo lleva uno vivir aquí, en la condición de refugiado y con la sensación de pérdida anímica y material que eso supone, con tantas limitaciones para hacer una de las cosas más fabulosas que se pueden hacer por más pobre que te quedes: el amor. No me refiero al sexo, sino al amor en sí, a la complicidad y la alegría de su aventura, una forma de libertad y de riqueza que puede elevarte por encima del sistema y que te hace sentir, al menos por un instante, una cierta completud de vivir a pesar de todas la miseria del mundo. ¿Cómo se hace el amor con tan poca privacidad? Tampoco me inquieto, todo el mundo se las apaña… si no, acuérdense de Gran Hermano.
Alguien entra en su habitación. Al levantarse la tela puedo ver de refilón a un par de niños y tres señoras charlando entre literas, una con velo, la otra no. Contengo con dificultad mi curiosidad. Este es su espacio privado. Juno me advierte con los ojos comprensivos pero muy rigurosos que haga caso a mi instinto y me contenga. No hemos venido aquí a hacer turismo.
La cortina se cierra y empezamos a pegar carteles en la pared, mientras Juno sigue explicándome cómo funcionan las cosas, interrumpiéndose para cortar el papel celo con los dientes y balanceando en el aire los trocitos que vamos pegándonos en la punta de los dedos para tenerlos a mano. Yo le extiendo los carteles en la superficie del muro, bien tenso, mientras escucho y respondo algunas preguntas.
No es muy claro lo que hay que hacer y al mismo tiempo está clarísimo: hay que hacer posible que varios cientos de personas que lo han pasado fatal vivan juntas e indefinidamente en un inmenso espacio que apenas tiene el confort de un festival de música… sin música, de un campamento de verano… sin verano. ¿Se imaginan vivir indefinidamente en la cutrez de un festival de música sin música, de un camping sin vacaciones ni verano?. Hay que hacer que no les falte de nada y entre tanto, si sobra tiempo, organizar actividades culturales, informativas y de integración. Para eso ya hay muchas asociaciones participando en esto, pero hay que coordinarlas. Ahí entramos también nosotros.
Yo le hablo de mi experiencia en coordinación cosas, obras de construcción y exposiciones que organizo en Berlín desde hace años. Ella me escucha escéptica hasta que me pongo serio. ¿Sabes lo egoístas y complicados que pueden llegar a ser los artistas?. Sonríe. No se si sentirme satisfecho o ridículo con lo que acabo de decir.
Mientras pegamos carteles y seguimos la entrevista, escupiendo trocitos de celo de vez en cuando la gente que pasa me mira con curiosidad, especialmente los niños, que nos han seguido sigilosamente, y pasan una y otra vez a nuestro lado intentando que parezca casualidad. Disimulan muy mal, tan mal que es imposible no reírse un poco por dentro.
Hay una niña apoyada en la pared. Ha venido en realidad restregándose contra ella para mantenerse siempre a la misma escasa distancia. Le sonrío. Sin saber cómo devolverme la sonrisa, me mantiene la mirada, retorciendo agobiada un peluche contra su vientre. El oso se deja hacer con ese aire cómico que tienen los peluches cuando se los retuerce y se los pliega, haciéndoles poner expresiones tan imposibles como expresivas. Yo sonrío otra vez. Ya no es un saludo. Es que me pone de buen humor.
Hace unas semana estas personas estaban en un país en guerra del que la prensa habla sin parar. Ahora están aquí, de pronto, como si alguien los hubiese sacado de la prensa y los hubiese pegado en todo este tinglado de carpas y barracones. No es que sea un paraíso. Es de hecho muy cutre comparado con las casas que dejaron –casas de construcción mediterránea, chalets como los que llenan el territorio español, por los que ellos también se hipotecaron y pagaban a golpe de currar… –. Pero este lugar al menos no está lleno del polvo que arrastra el aire de las ciudades demolidas a bombazos, no, más bien tiene la nitidez de colores y texturas de las cosas nuevas, cosas provisionales, sí, arquitecturas temporales, pero libres de esa violencia que parece amenazarte cada instante en las imágenes de la prensa. Ver a toda esta gente con la consciencia de todo esto me da una terrible tristeza del mundo.
Sin embargo viendo que hay tanta gente trabajando, haciendo lo posible, desde montar estructuras para alojarlos, hasta meterse a bregar con toda una comunidad-a-la-fuerza, gente como Juno o como yo si me dan este curre, me llena de pronto a la vez, de un gran agradecimiento del mundo.
Ambas sensaciones se encuentran dentro de mí, chocan o quizá encajan entre sí sin dejar una rendija. Sin que lo pueda remediar se me vienen las lágrimas a los ojos, lágrimas que me trago delante de Juno, que ya me está diciendo que este no es un trabajo para sentimentales.
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Imagen de cabecera del Instagramero Robert Merlo, que a su vez reproduce una imagen del fotógrafo Kai Wiedenhöfer expuesta en el próspero y pacífico Berlín de nuestros días (West Side Gallery).