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Envío mi solicitud de empleo al campo de refugiados, harto de esperar la respuesta de varios estudios de arquitectura. Me responden en seguida. Hay mucho que hacer y estarán encantados de entrevistarme cuanto antes. De hecho, si no me viene mal, podría encontrarme el mañana mismo a las 10:30 con Thomas E.. Confirmo. Allí estaré.

A la mañana siguiente atravieso los bellos suburbios de dachas, jardines de verano con casetitas, que rodean nuestra ciudad, ahora desiertos bajo los restos de la última nieve y un silencio en el que la cadena de mi bicicleta parece susurrar: engrásame, que me engrases, engrásame, que me engrases, engrásame, que me engrases… . Al otro lado de estos jardines llego por fin a una zona industrial donde, tras una enorme tienda de coches, está el campo de refugiados.

El recinto está verrado con una valla de metal y tela verde de jardinería. Me cuesta encontrar la entrada. Cuando por fin la encuentro, los chicos de seguridad me saludan amablemente. Con lo moreno que soy y mi forma de vestir, creo que piensan que vivo allí. A un lado hay unos containers-barracones como los que se usan en las obras para instalar oficinas de ventas. Son los despachos, las zonas de estar y el comedor del personal que allí trabaja. Más allá hay unas grandes carpas de lona blanca como las que se usan en los festivales de música, pero con las paredes rígidas y suelo de verdad, a la puerta de una de las cuales hay un hombre de pié con un anorak y aire de esperar a alguien. Le pregunto si sabe dónde está Thomas E. I don’t know, me dice, I am just from Syria. A mi me choca ese «I’m just»… «yo solo soy». Me suena como de alguien que tuviese que explicarse solo por ser quien es.

Le pregunto a varias personas dónde puedo encontrar a Thomas E.. Nadie lo sabe. Mientras voy preguntando me sento distinto, me doy cuenta de que es la primera vez que hablo con alguien que vive en un campo de refugiados. Si, he conocido a refugiados, ¿y quién no? pero siempre coincidí con ellos en nuestro mundo, en una fiesta, en un teatro. Esta es en realidad la primera vez que veo cara a cara el final de la historia que llevan meses contando los periódicos. Ahora soy yo el que está aquí, en el suyo, que estaba, aunque suene increíble, a solo 3 kilómetros de mi casa.

Por fin, entre la gente que anda toda ocupada, una chica puede decirme que Thomas tardará y que por favor lo espere en el barracón que hay acondicionado para el personal de trabajo.

Allí hay tres solicitantes de empleo, entre ellos, un tipo que hablaba 8 idiomas incluyendo árabe, chino y japones. Entusiasmado con cu poder, comienzo a acribillarlo a preguntas y en un par de minutos entablamos una intensa conversación sobre las diferencias entre idioma y cómo cada uno influye en tu visión del mundo a su manera. Al final le acabo confesando que me recuerda a mi madre. ¡¿A tu madre?!… Si, a mi madre, que siempre dice que si le concedieran un don, pediría sin duda el de poder hablar todos los idiomas. Con la espera, llega la hora de comer y nos invitan a servirnos comidas de las ollas y bandejas que hay a un lado de la habitación. Comemos. Se está calentito en este barracón y se agradece mucho un arroz con verduras.

Por fin llega Thomas E. que nos tutea en seguida, algo no muy usual en el ambiente laboral alemán. Más tranquilo, viendo que por lo menos hemos comido bien, se disculpa honesta pero rápidamente y nos hace una pequeña presentación del asunto. Para agilizar la entrevista nos asignan a cada uno un trabajador. A mi me toca con Juno, una chica con mirada de mapache, decidida y alegre. En seguida me parece una de esas personas que hacen las cosas con mucho amor pero también con mucho rigor, quizá el tipo de caracter por el que, como supe después, había sido nombrada directora del campo en el primer mes de trabajo.

Vamos a la oficina, que está junto a la sala de juguetes en otro barracón de obra. En la sala hay un montón de cajas, materiales diverso, un corcho con papeles pinchados y una mesa puesta contra la pared, sobre la cual hay un ordenador que siempre se cuelga, según me explica Juno resignada. Con este trasto tienen que comunicarse, hacer informes, poner la logística en papel… etc… En el caso del «Heim», el hogar para refugiados, la logística es todo: mantener el orden y la organización, asesorar, abastecer, tranquilizar, atender y responder la infinidad de imprevistos que pueden surgir cuando tienes a varios cientos de personas conviviendo estrechamente por un tiempo indefinido.

Cuando me doy cuenta de la variedad de temas que está enumerando, le pregunto con sencillez en qué consistiría mi trabajo. Juno me sonríe:

–¿Qué versión quieres escuchar?…
–No lo sé, la verdad. Supongo que en un país donde donde todo se documenta y se intenta definir con claridad, habrá algún documento que describa el puesto de trabajo. ¿no?
Lo hay. Juno saca una carpeta y de ella unas fotocopias.
–Bueno –me dice tendiéndome los documentos hamablemente, con las letras ya orientadas hacia mi. –Puedes leerte este papel…

Algo la interrumpe, se disculpa y sale del cuarto.

Comienza un tumulto de voces en varios idiomas, entre ellas la suya propia, amortiguado por la chapa del barracón. mientras tanto yo leo el documento que Juno me ha dado. Es una especie de presentación del proyecto y una descripción de sus misiones y objetivos, supongo que para las administraciones y para los trabajadores recién llegados. Es un texto muy hermoso, lleno de adjetivos, palabras y palabros, típicos de la psicología social, todo muy retórico, incluso un poco cursi, que me hace comprender que si quiero entender el trabajo allí, este papelote no me va a bastar…

…o puedes venir conmigo, dice Juno asomando por la puerta, toda oportuna, armada con un tubo de papel, un rollo de fiso y unas tijeras.

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Imagen: Instalación de Josef Hack en la exposición ZNE, expeditions in aesthetics and sustainability, que estará muy pronto en Chile. ¡Qué suerte tienes, Chile!

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