Me despido de E… con una frase idiota. Las prolongadas despedidas andaluzas y las dos copas de más que llevamos parecen haberse aliado para anclarnos definitivamente en el umbral. E… esboza una sonrisa vacía, agarrado a la puerta, como resistiéndose a la algarabía que lo llama del fondo de la casa como un canto de sirenas. En cualquier caso ya no importa. Mañana él tampoco lo recordará.
La puerta se cierra tras de mí y el silencio aparece de pronto como un camino de adoquines que me fuera a guiar hasta la misma puerta de casa. Llamo al ascensor y, mientras en alguna parte del edificio una máquina comienza a levantarlo pesadamente a través de las plantas del edificio, respiro hondo el aire de la noche que entra por la ventana de la escalera. Me gusta este silencio húmedo y solitario que espera al final de las noches de marcha. Tiene la magia de las encrucijadas. Hay tantas decisiones, tantos deseos y dudas, tantas huidas y posibles refugios, tantas voces en off como diablos regateando por tu alma mientras caminas por la calle en un silencio que guarda todas las posibilidades de hacer de la noche una noche cualquiera o una noche única en el mundo. Y puede y es lo más probable, que al final sea una noche cualquiera, pero solo la presencia de las posibilidades es ya una razón para amar este silencio que me entra como un olor por las aletas de la nariz.
El ascensor llega y se abre volcando una luz irreal en el descansillo. Camino hacia la luz, subo a la cabina, pulso el botón (B) y me vuelvo sobre el espejo. Apoyado en la barra horizontal que hay a la altura de mi cintura, me miro muy de cerca.
Me mantengo la mirada.
Un poco más.
Es algo inquietante.
Me incorporo. Me miro de escorzo. Me busco el perfil, pero siempre se me escapa. Me aproximo de nuevo a la superficie del cristal. Si levanto una ceja, por el rabillo del ojo, a muy pocos centímetros puedo ver mis ojos vueltos hacia arriba mirándola, observar los detalles mientras el ojo parece observar la ceja: el borde de mis párpados, la decisión con que la estructura se curva para mirar, el tejido rosado en el que se engarzan las pestañas, sobre la esfera cristalina del ojo. Resulta tan orgánico, tan animal. Intento mirarlo directamente, pero en seguida me topo con mis ojos que me miran de nuevo de frente. Repito la operación, pero no hay manera. Ahí siguen cada vez: serenos y avizores, seguros de ganar siempre el juego.
En un momento dado, hago como que lo dejo. Me incorporo, Miro a otro lado. Disimulo leyendo los números del panel del ascensor, quizá contando las juntas de la pared… pero puedo verlo al otro lado del espejo en verdad no me quito ojo. Mi reflejo y yo como dos desconocidos que coinciden en un ascensor y se entretienen en el trayecto en una mutua y tímida consciencia del otro.
Vuelvo a mirarme, frente a frente, más de cerca… A esta distancia en que la que el deseo y el odio se hacen difíciles de resistir. Ese soy yo. Ese de ahí -me alejo-. Este de aquí -me acerco- soy yo. Leo en mis propios labios, que estudio con curiosidad. Me pregunto quién es ese hombre que mira al niñato que yo me siento. Mi madre solía decirme que en parte uno siempre se siente como un niño. Quizá sea verdad: los hombres no se preguntan estas cosas en los espejos… Porque es un hombre, el cabrón, me digo, en voz alta, mirándole. Un hombre. Ahí es nada. Me pregunto si soy digno de él. No puedo evitar preguntarme si él es digno de mí, cuándo hemos comenzado a ser la misma persona, y por qué nadie me había preguntado.
Absurda, pero inevitablemente, me veo jugando con la idea de que este tío que tengo delante pueda no ser yo, de que su historia pueda no ser la mía y de que solo hayamos coincidido esta noche en el reflejo de este espejo que hay colgado en el ascensor de E…. y con todo, de que probablemente él se esté preguntando lo mismo, aunque por su expresión, desde luego, no lo parece. En cualquier caso, esto ayuda a observarme mejor. Considerar mi cara como una cosa ajena me permite mirarla sin miedo a encontrar no se qué verdad que temo irracionalmente ver dentro de mi cuando me veo demasiado cerca en los espejos.
Al otro lado del cristal, mi imagen también se deja mirar, mansa como un perro.
Relajo la cara, procurando mantenerla lo más inexpresiva posible: De los ojos bajo la mirada por los pómulos, rodeo la nariz, mi boca, la barba que la rodea -que puedo sentir en la punta de los dedos mientras observo mi mano atusándola al otro lado de espejo– otra vez mi nariz –cuyas alas se abren y se cierran imperceptiblemente al respirar– y escalo los pómulos, estudiando los minúsculos polígonos que forman las escamas de mi piel, mis jóvenes arrugas –que se retraen cuando las busco por los bordes de mi cara, apretándose unas contra otras como un puñado de tímidas colegialas–, el trazo de mis cejas… y mi mirada, esta mirada mía, la jodida inocencia que transmite… Pienso en las personas que han confiado en mí. La mayoría me hacen sonreír. También me odio un poco, por otras a las que fallé.
Como un astronauta flotando sobre un planeta que hasta ahora solo ha conocido por estudios, creo reconocer los accidentes dibujados en la superficie de mi cara, las marcas que la vida ha dejado en mi expresión y que llevo ante el mundo sin que nadie más que yo y este reflejo, que parece mirarme sin pensar en nada, lo sepamos. Y esto es precisamente lo más inquietante: más allá de lo que la gente ve cada día… lo que en realidad nos estamos callando, mi silencio, mi orgullo, mi humildad, mi vergüenza. Me pregunto qué facción, qué curva, qué expresión corresponderá a cada capítulo de mi vida, cuáles de estas huellas corresponden a una alegría o a una pena determinada, cuáles son las trazas de la decepción y de alguna grata sorpresa, las de mis verdades y mis mentiras, las del triunfo o el fracaso, las de las cosas normales que te perfilan cada día y la de las cosas que te parecen extraordinarias y que crees que son las que te harán realmente reconocerte en un espejo, muchas de las cuales busco y no están.
Este soy yo -me informo en voz baja-. Este soy yo. Al parecer, y si he comprendido bien como funcionan los espejos, me reconozca o no en ello, esta es mi cara y va a tener que gustarme porque voy a llevarla el resto de mis días… así que es mejor empezar ahora y no olvidarlo, cuando salga del ascensor, cuando me levante mañana… Este soy yo. Esto es mi pelo, estos mis ojos… los ojos del hombre en que el niño se ha convertido y que un día será un viejo que se mirará a a solas en los espejos de los ascensores para encontrarse de nuevo.
Hola, le digo… Hola, nos decimos.
De pronto sonrío. El reflejo me sonríe al otro lado. Esto me hace sonreír aún más. El reflejo sonríe más y yo también. El juego de la sonrisa se repite 2 o 3 veces hasta que algo cede en la atmósfera y a solas en un ascensor me deshago por fin en una sonrisa sincera, abierta y transparente: Me reconozco. Mira tú –me digo y mi voz llena de pronto el pequeño espacio ascensor- qué alegría más tonta que te ha dado… Y casi río.
Aún contengo la risa un par de veces cuando vuelvo a acercarme mucho, a ras de este diálogo mudo que había abierto sobre el espejo. Quisiera llevarme unos segundos más de esta extraña sensación de que a pocos centímetros de mi nariz una verdad de Pedogrullo me acaba de ser revelada. A saber: que este soy yo.
Estoy tentado de buscar al niño que fui en el fondo de mis ojos. De preguntarle qué le parece. Está ahí, lo veo, pero es inútil: está completamente distraído, absorbido por el paraíso terrible de la niñez, el espacio y el tiempo en el que empezó a perfilarse el rostro que llevo ahora mismo.
Tampoco yo se muy bien qué decir, así que me quedo mirándome, arropado por el silencio que reina en el paisaje de mi cara.
La cabina se sacude blandamente al frenar en la planta baja.
Buenas noches, Javier.
Buenas noches…
La puerta del ascensor se cierra sobre mi reflejo como si se lo quedara dentro. Yo me marcho sabiendo en verdad que estará esperándome en cada espejo, en cada charco, vibrando por un segundo, en la puerta del autobus cuando pase frente a mí mientras espero el semáforo, ahuevándose en las gafa de sol de mis interlocutores, asomándose por un instante para beber él también en el fondo de mis tazas de café.
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Imagen: Narciso, de Caravaggio (pintado entre 1597 y 1599), y girado por mí 90 grados en sentido horario.