Julio de 1990. 7:45 de la mañana. Lo primero que hago al levantarme es mirar por la ventana las palmeras del edificio de enfrente. Las hojas ondean hacia el este. Cuando me doy cuenta de que además el tronco cimbrea, un estremecimiento feliz se me arrulla en el vientre. Abro la ventana y, efectivamente, un cálido viento de terral me acaricia la cara. Cierro la ventana y, satisfecho, me voy a desayunar.
Hay gente que se pregunta por qué me levanto tan temprano cuando la mayoría de los chicos de mi edad duermen hasta el medio día. Yo supongo que es porque es verano, porque estoy terriblemente excitado por la vida, y porque puedo ver dibujos animados sin que mis padres me discutan.
Apenas mastico la tercera cucharada de cereales con muchísimo cola cao –tampoco me pueden discutir por esto– cuando reconozco el sonido de las ruedas del monopatín de mi vecino Álvaro. Tac tac tac, hacen las ruedas de goma al pasar las juntas de las baldosas.Troc plap trac frok. Salto al asfalto… plac ruuuuum, ruuuuum, ruuuuuum. El sonido del monopatín es para mi alma de skater tan cálido como para mi padre el gorgoteo del café recién hecho. Justo debajo de la ventana, se hace un breve silencio, seguido de un potentísimo silbido. Preguntándome cómo cojones puede silbar tan fuerte -y antes de que vuelva a hacerlo despertando a todo el vecindario- corro hacia la ventana. 9 metros bajo la barandilla, a pié de calle, está mi vecino Álvaro, mirándome con los ojos arrugados por la luz mientras mantiene levantada la punta del monopatín con la puna de sus zapatillas Tórtola Sport, imitación de las Converse All Star, 10 veces más baratas y que una vez destrozadas nuestras madres pueden sustituir con mucha menos pena que las carísimas All Star que calzan los skaters “de verdad”.
-¿Tvienavehsiayola?
-¡Bajo!
Me acabo los cereales todo lo rápido que puedo, mirando la tele aunque ya sin verla. y corro a vestirme, bañador, camiseta, tórtolas… Mientras, Álvaro se entretiene haciendo figuras con el monopatín en la calle desierta. Klaf, plaf trap klapf, turrurururur… klaf, plaf trap klapf… Cojo mi monopatín y bajo.
Al atravesar la última línea de casitas y acercarnos al poyete, la playa emerge como un juego de sábanas del que te acabaras de despertar. El mar susurra rítmicamente, salpicado únicamente por el crujido de cerrojos, arrastrar sillas de algún restaurante que se prepara para la faena, el paciente martilleo de alguien que repara las jávegas… nuestras ruedas y nuestras voces suenan con una nitidez casi violenta, si no fuera por el modo en que viento tamiza el sonido, devolviéndoles esa calma salvaje envuelve el mundo por las mañanas.
No hablamos mucho. De hecho no hablamos casi nada. En momentos como este nos hacemos extrañamente parcos en palabras, como si esto de ir a ver si hay olas fuera para nosotros parte de otro oficio más, como el del pescador o del del carpintero, que requiere una concentración y dedicación sin cuchicherías.
Primero miramos el mar desde el poyete, luego caminamos hacia el final del espigón.
Hay olas.
Otra vez.
Visto desde hace tantos años, me pregunto si aquel Julio realmente hizo más olas que nunca o si simplemente estábamos todavía en una edad en que aceptábamos como surfeables más olas que nunca. Ni siquiera esperámos como los demás a que con la marea las olas alcanzaran su tamaño máximo. Por un lado porque para eso quedan todavía muchas horas, por otro, porque sabíamos que entonces tendríamos que compartirlas con la horda de surferos, chavales con bodyboards y tablas hechas en casa; tan cohesiva y variable como un colegio, con sus mayores y pequeños, sus grupitos y pandillas, flotando apretujados entre dos espigones para coger una puñetera ola y rezando a la vez secretamente para que nadie más la coja. ¿Se lo imaginan? Sí, efectivamente, cuando venía una serie de tres o cuatro olas grandes estallaba la locura. Sin embargo, si tenías suerte y cogías una buena ola, entonces ya podías volar y te olvidabas de todo. Sólo te dabas cuenta de la suerte que habías tenido cuando remabas sobre tu tabla otra vez mar adentro y veías las olas siguientes venir hacia a ti, y con ella, la realidad del surf en nuestro barrio: una avalancha de espuma blanca plagada de caras felices que bajaban a toda velocidad… fffggshhhhhhhyuuuujuuuuuuu; y, entre ellas, los más diestros surferos y bogueros apañándoselas como podían para recorrer la pared de la ola esquivando a los demás, niñatos aullando de felicidad, señoras que se reían ruidosamente sujetándose los pechos, domingueros de los barrios periféricos con enormes flotadores (que eran en verdad ruedas de tractor), guiris con la piel demasiado blanca o demasiado rosa, padres ingenuos con niños incautos sobre una tablita de corcho… Si, era jodido ser un buen surfero en La Blanca, al menos antes de las ocho de la tarde, cuando la gente por fin empezaba a retirarse y la playa quedaba para los que de verdad amábamos las olas y nos preocupábamos de comprender cómo cojones funcionaban. Lo malo era que, entonces, en un ratito nosotros también nos tendríamos que ir porque nuestras madres no nos dejaban quedarnos hasta tan tarde. Era un fastidio irse tan pronto, sobre todo porque nadie sabía si habría olas mañana, ni cuándo volveríamos a surfear; pero también era fantástico volver recién duchado y zamparse un enorme campero mientras los últimos surferos, incapaces de distinguir las olas, recogían su material, en esa misma atmósfera de dignidad y oficio que nos había acompañado por la mañana.
Álvaro y yo miramos las olas sin atrevernos a reconocer que nos morimos de ganas de entrar ya en el agua. Salivamos como dos tigres en la jaula del pudor que siente todo surfero novato esperando una ola más grande, solo un poco más, lo suficiente como para que uno de los dos se permita decir de aquello de…
Oye pues esa no está tan mal ¿no?.
No… yo de hecho me metía.
-¿Vamos a por las tablas?.
-Vamos.
Hoy sé que todos los surferos del mundo se toman ese rato mirando las olas antes de entrar. Pero si entonces no lo sabía, al menos sí lo supe reconocer aquel ritual en nosotros e incluso le puse un nombre: “la danza del tigre”, aunque sea una danza que solo bailas por dentro.
Al llegar a nuestra calle nos separamos cada uno hacia su portal con esa misma tonta dignidad que nos había impedido decir “vamos a por las tablas”, y que se esfuma tan pronto como nos perdemos de vista y remontámos los escalones de casa a todo correr. Al entrar en el lavadero el equipo parece saludarme con su olor a arena de playa, goma húmeda, aroma de coco de la parafina para encerar, que asciende entre los productos de limpieza y la ropa recién lavada; un olor que nos acompaña hasta arena de la playa, recién aplanada por los tractores que pasaban de madrugada llevándose en sus rastrillos papeles y colillas de la superficie y dejándola hecha franjas de perfectamente lisas separadas por la profunda greca que dejan sus enormes ruedas.
En esta soledad, antes de que lleguen los bañistas y remuevan la arena del fondo, las olas se levantan a ras un agua todavía fría y cristalina. Cogiendo carrerilla, nos lanzamos contra ellas sobre la tabla, dejándonos abofetear por el agua fresca y salada. Cojo la primera ola, sin elegirla si quiera, solo porque pasaba por ahí, deslizándome por la pared a través de la cala desierta, dejando al final que me revuelque.
Este es el premio de levantarse tan temprano; esto es, de hecho, lo que hace que nos levantemos tan temprano. Quizá las olas son pequeñas, pero qué más nos da. El lujo al que mi vecino Álvaro y yo somos adictos no es el tamaño de las olas, sino la manera en que se nos aparecen, sólo para nosotros, solícitas y a la vez salvajes, rompiendo en libertad contra un mundo que las ignora.
En un par de horas la playa comienza a poblarse, primero de mujeres mayores, luego de turistas y familias de vacaciones, y finalmente nuestros amigos, Miguel, Daniel, y otros tantos chicos del barrio, que por fin se han levantado y vienen con sus tablas a unirse a nosotros. Los más mayores esperan a que suba la marea, fumando sentados en el espigón.
Allí, en La Blanca, empezó todo el surf en nuestro barrio, incluso para nosotros que llegamos justo al final. Luego la gente dejó poco a poco de surfear, quizá porque el banco de arena cambió y dejaron de entrar buenas olas, o quizá fuimos nosotros los que cambiamos. Si bien no dejamos nunca de ir a la playa, lo hacíamos cada vez menos de día y más de noche… primeras moragas, primeras juergas con alcohol, guitarra y alguna droga por descubrir, primeros revolcones abrazando a una chica en la oscuridad… en fin, esa clase cosas que ya no dan para levantarse pronto a surfear.
Aquello coincidió además con los años en los que para muchos de nosotros y por primera vez desde hacía mucho tiempo una generación volvía a identificarse con su frustración colectiva y a expresarla con un estilo de música propio, originado en las entrañas de esa misma frustración, que en nuestro caso fue vernos de pronto como herederos involuntarios de la cultura de consumo. Efectivamente, a principios de los 90 muchos jóvenes tenían la impresión de que la generación que protagonizó Mayo del 68, el hipismo, los años de apertura mental y crítica, y que presumía de haberse rebelado contra el consumismo, nos lo revendía ahora en la forma idiotizante de prosperidad y diversión sin límites, o en otras palabras: sin forma ni significado. Here we are now, entertain us!. Y aquel angustioso vacío dio entonces vida al Grunge. Surgían buenas bandas por todas partes y había inspiración en cada cosa que nos pasaba… Aquella fue una verdadera rebelión colectiva del rock. También fue posiblemente la última. Después todo ha sido revival, experimentación, catálogos, ramificaciones, muchísimo talento y muchísimo mercado, y a veces hasta las dos cosas, si las estrellas de alinean… pero no esa identidad entre una generación y su aullido. Hoy, de hecho, leyendo con madurez los diarios íntimos de Kurt Cobain, uno entiende que fue precisamente la mezcla talento-mercado lo que acabó con él. Él se declaraba y era intelectualmente “punk”, y quería seguir siéndolo porque en el punk encontraba una pureza salvaje que lo salvaba de un mundo que no quería aceptar. Y en esa visión ascética del punk, un día se encuentra de pronto miles de fans con su cara en una camiseta… Sí, aquella fue la última rebelión colectiva del rock and roll. Con 16 años y un panorama así, ¿Quién cojones va a pensar ya en el surf?
En cualquier caso, nosotros fuimos la última generación que surfeó en «La Blanca». A pesar de que empezáramos justo cuando la playa dejó de ser blanca, blanca de verdad, blanca como la leche, blanca como en las postales de una isla tropical… Hasta que un temporal se la llevó y el ayuntamiento tuvo que reconstruirla con arena del fondo del mar, oscura y mediocre, como la de cualquier otra playa de la ciudad. Sin embargo, nada impidió que La Blanca se siguiera llamando La Blanca, y aún hoy cuando dices La Blanca la gente sabe de qué hablas, porque fuera o no blanca, lo cierto es que La blanca era el único Spot de Surf Málaga este… al menos si no te querías pegar la caminata hasta El Chanquete, que para nosotros a los 13 años era como ir a Hawaii.
Imagen: la inconfundible figura de Carlos sobre las olas, Archivo Daniel Esparza, OLO Surf History.
Ser surfero en Málaga no es cosa fácil, no por nada especial, sino porque no hay olas casi nunca. A veces pienso que quizá era por eso precisamente por lo que nos metíamos con lo que fuera. Bueno, por eso y porque con nuestro estatus de niños de 12 años todavía podíamos meternos con olas pequeñas sin que otros surferos mayores se rieran de nosotros. Y no éramos los únicos. Carlitos tenía un año más que yo, era también muy moreno, de ese mismo color que teníamos los niños que pasamos el día entero en la playa (un color que nunca he vuelto a tener). A Carlitos lo admirábamos en secreto porque mientras nosotros empezamos a surfear con bodyboards (una tabla más pequeña con la que te deslizas tumbado o de rodillas), él se metía desde el principio con una verdadera tabla de surf. Quizá consciente de esta diferencia, la superioridad de unos, el complejo de otros, nunca nos dirigimos la palabra, aunque pasáramos horas codo con codo cogiendo olas.. Los surferos mayores –o simplemente «los surferos», como nosotros los llamábamos porque nos parecían enormemente adultos y profesionales– venían y le hacían bromas. Él reía a medias y se dejaba guasear, y luego sin escucharles más seguía practicando, cogiendo sus olas e intentando ponerse de pie una y otra vez. Hasta que lo fue consiguiendo. Eso es en gran parte el surf: una capacidad casi ascética de perseverancia… y el placer del logro al final, que solo dura un instante, pero que en cualquier caso es, como decía Octavio Paz al describir el orgasmo, un instante de armonía y de acuerdo con el mundo.
Crecimos muy rápido y nos nos hicimos mejores, y con nosotros nuestras tablas. Por su parte, los surferos dejaron de tratar a Carlitos como la mascota del equipo, de hecho llegó a ser el mejor de todos, junto con un skater vecino de mi amigo Dani que hablaba rarísimo y que nos trataba con una mezcla de paternalismo y arrogancia. Era precioso verles surfear.
Mi admiración por Carlitos cayó una noche de fiesta en que me avisaron de que quería darme una paliza. Al parecer se había emperrado en que yo le había saltado una ola. Creo que tenía razón: la playa era pequeña y eso pasaba continuamente si no tenías cuidado. Pero en cualquier caso no es como para armar el revuelo que armó, y del que tuve que salir corriendo. Yo no sabía pegar. Nunca me había pegado con nadie, y de hecho siento un rechazo patológico a la violencia física. Tampoco era como para intentarlo: era mucho más enclenque y además no bebía, es decir, no contaba con ese calor valiente y arrojadizo que da el alcohol a un cuerpo joven.
Unos años más tarde oí que Carlitos tuvo un accidente de coche cuando volvía de una boda y se quedó en coma. Para aquel entonces hacía ya mucho que la historia de la paliza se había quedado como una anécdota de niñatos en un verano intenso. Ahora yo era menos enclenque, bebía y me pasaba en las bodas como cualquiera… comprender con tanta sencillez lo que había ocurrido no hizo sino que me jodiera aún más. En el entorno de un barrio, que un chaval de tu edad esté cerca de la muerte es algo que te envejece terriblemente.
Era la época de la universidad, y todos perdían ya casi irremisiblemente el interés por las olas. Yo me fui a estudiar fuera pero me lo llevé conmigo porque me hacía sentir cerca de mi origen y porque además impresionaba a las chicas. Lo renovaba cada verano mirando por las mañanas si hacía levante o poniente pero ya no iba a La Blanca. Ahora mi madre me prestaba su coche y podía ir a playas mejores.
Varios años después les pregunté a unos amigos de Pedregalejo cómo estaba Carlitos. Me dijeron que había muerto hacía dos años. Oirlo me encogió el alma. Aunque nunca fuimos realmente amigos, él pertenecía a mi paisaje mental del barrio, y nos teníamos nuestro afecto, que expresábamos con un breve e imperceptible saludo de cejas cuando nos encontrábamos en la calle o en la hamburguesería de su madre, una mujer muy guapa que hacía unos camperos legendarios y a la que él ayudaba desde hacía años. Mi admiración por él, de hecho, se había restablecido al calor de aquellas planchas en su cocina sobre las que se doraba la cebolla, se tostaba el jamón y se derretía el queso que dio tantas veces de cenar a medio barrio y gran parte de la otra Málaga que venía a disfrutar de las tardes perfectas de Pedregalejo.
Aquel enterarme tan repentinamente y a la vez tan tarde de que el mundo en que creía vivir, en el que Carlitos habia salido del coma, se había recuperado y sólo era casualidad que aún no me lo hubiese encontrado, no era sino un mundo en el que Carlitos llevaba muerto dos años; aquella revelación del violento desacuerdo que había entre la realidad y lo que yo había creído que la realidad era me hizo sentir existencialmente ridículo. ¿Cuándo? ¿Por qué?… ¿por qué nadie me lo había dicho?. Hoy todavía me pregunto si habría seguido surfeando, pero sobre todo me pregunto por la persona en la que se habría convertido. Pienso en esto cada vez que paso por la placeta que se abre frente al mar para hacer sitio a su negocio, un lugar que me parece siempre vacío.
Si para muchos la agonía del surf en La Blanca había empezado con el acceso a la universidad y al coche –que nos permitía buscar olas en otras playas más grandes y mejores, fuera de la ciudad, de la provincia, de todo aquel microcosmos del barrio–, para mí lo de Carlitos, y el cierre definitivo de la hamburguesería de su madre, no solo fue la señal definitiva de que había acabado sino también un aviso de que el tiempo no tendría ninguna piedad.
Fuera como fuere, yo seguía surfeando.
Parece que debiera terminar el relato con la brusquedad chispeante de una conclusión, una sorpresa, una revelación o una simple pero simpática pirueta intelectual de esas que ganan concursos de relatos. Pero no, la vida va poniendo al final las cosas en su sitio lentamente –o desbaratándolas para siempre–, con la paciencia realista y poco espectacular de cualquier oficio, sea el carpintero construyendo su barca, el restaurador levantándose para ir a la lonja, el surfero que baja a mirar las olas a una hora a la que todos los demás duermen… o el que escribe luchando por la literatura en la tormenta de los blogs.
Hoy casi no creerías que fue en esa pequeña playa donde descubrimos una de las mayores pasiones de nuestras vidas. Todo parece no haber ocurrido, como los castillos de arena sucia, las noches interminables bebiendo kalimotxos y arreglando entre acordes y caladas el mundo o los amores que perseguimos creyendo que serían el último o haciendo como si fueran a serlo… porque sí, porque lo que pasa en la arena de la playa se queda en la arena de la playa, donde el viento y el rugido blanco del mar parece llevárselo todo sin dejar rastro.
Y sin embargo, mientras Decathlon pone los deportes de élite a precios populares, florecen paquetes de vacaciones surferas y aunque nadie surfea ya en La Blanca, algunos exportamos todavía en solitario este noble arte paleño que consiste en sacar lo mejor de las olas más humildes y preciosas con la consciencia de que sí, de que hoy hay olas, pero ¿y mañana? Mañana no sabemos. Mañana igual no hay, ni pasado, ni el otro, ni al siguiente; esa forma casi existencial de practicar el surf, y esa destreza, siempre un poco amateur, que nos caracteriza.
Ahora descubro que sale un libro sobre cómo empezó todo esto del surf en Málaga, Málaga Surf. Historia del Surf y del Bodyboard (1970-200) escrito por Daniel Esparza, –que además ha creado OLO Surf History, centro de investigación sobre el surf y otros deportes de ola–, un documento más allá de mi memoria y de estas líneas.
Después de años a la sombra de las verdaderas capitales del surf en España y Portugal, uno se siente de pronto como en aquella escena de La Historia Interminable en que Bastian levanta los ojos del libro que está leyendo y dice “No puedo creerlo, están hablando de mí”. Me dan unas ganas locas de llamar a mis amigos de aquel entonces y decirles: Sí, tios, Dani, Álvaro, Miguel –que todavía surfea conmigo de vez en cuando–, ¡están hablando de nosotros!.
La verdad es aunque no he leído el libro, no creo que hable de nosotros, que llegamos los últimos a La Blanca y socialmente éramos unos pringados (especialmente yo, enclenque y lastrado por un exceso de vida interior), pero eso no importa. Si el libro no habla de nosotros directamente, ya lo he hecho yo y ahí queda. Lo que más me gusta de todo es que, después de escribir, puedo darme el placer de seguir leyendo sobre ello.
Y eso no es todo:
La publicación de este libro coincide además con estreno de “La primera ola”, documental sobre el surf de Pedro Temboury, vecino del barrio y surfero de aquellos tiempos, autor de documentales tan fantásticos como «Monopatín», sobre los inicios del skateboard en España y de películas como «Karate a muerte en Torremolinos» que no puedo evitar me mencionar pués hizo a los malagueños descubrirse a sí mismos en el extraño pero sugestivo cielo de la serie Z.
El documental, que ha tocado de refilón la premiosfera de los Goya, se estrenó el verano pasado en nuestro barrio, en el antiguo balneario Los Baños del Carmen, un lugar que debe su especial belleza al diálogo de las cosas con el tiempo, al desgaste de las olas y el viento que le han dado forma con los años. Yo no pude ir al estreno porque me pilló en Alemania donde vivo desplazado por la crisis que asola el país, pero espero verlo pronto.
Andy Warhol solía decir que “todo el mundo tiene derecho a 15 minutos de gloria”. Es una frase conocida, trillada incluso, y que además no es siempre verdad. Una ola en La Blanca solo duraba 15 segundos (y eso si tenías suerte) pero eso era lo de menos, y quien ha probado aquello lo sabe. En mi barrio, a lo que todo el mundo debería tener derecho es al mítico «metro y pico» de ola de La Blanca, un tiempo impreciso pero real de pura armonía con el mar que nos ha visto crecer.
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Imagenes de cabecera: Archivo Daniel Esparza. OLO Surf History. Gracias, Daniel.
Buen relato ,m senti identificado ,aunque siempre estaba en la cala , yo surfee arena blanca esos tiempos. conocia a carlitos y algunos demas surfers de alli, sigo surfeando aun y el año pasado volvi a surfear un dia en la arena blanca d nuevo , solitaria. Gracias por recordarnos esas sensaciones.
Hola Alfonso, gracias, gracias sobre todo porque lo he escrito pensando en la gente que surfeaba en la blanca y que te haya gustado me hace especialmente feliz. Fue una época mítica, el lugar, el tiempo, las personas que nunca olvidaremos y que incluso algunos hacemos durar surfeando todavía.
Una pasada que surfearas otra vez en la blanca, solitaria… invierno supongo. ¿Qué tal fue? Alguna vez he pensado en meterme en La Blanca de nuevo, pero cuando hay olas, al final acabo en Torremolinos o Marbella, playas amplias, bancos de arena… la blanca se me hace como un viejo cuarto de juegos. Sin embargo, sigue siendo mi referencia y cada vez que hay olas en la blanca, me pregunto cómo será volver a surfear allí, en la playa vacía, al menos vacía de tablas, como si siempre fueran aquellas 8 de la mañana, como si todo volviera a empezar. Quién sabe, quizá otra vez empiece. Quizá sea yo mismo, ahora que ya no tengo coche. Es divertido que precisamente perdiendo el coche vuelva a pensar en recuperar la blanca. Así es la vida. Todo va y todo viene y hay que aprovechar cada ola porque mañana no se sabe…
Me alegro de que sigamos surfeando (vaya herencia), quizá algún día incluso coincidamos en el agua, mientras tanto, un gran saludo.
Hola Javier!!! soy la madre de Carlitos,he leido tu relato, y quiero derte las gracia me has hecho llorar y también reir, y ante todo , te felicito, por lo bien que describe aquella etapa de vuestra vida, «y a la vez de la mia» lo dicho gracias mil.
Hola Ana,
Gracias. Me alegro muchísimo de que te guste. Recibir tu comentario me ha emocionado. Te había contestado con otro comentario, pero he decidido escribirte un e-mail, más largo y personal. Hasta entonces, un abrazo.
Hey! gran relato, enhorabuena.
Nosotros también surfeamos la Ola de la Arena Blanca, veníamos desde el Atabal, pasábamos el día y observando como se movía el viento y mirando con prismáticos al mar, también teníamos colegas cerca de la playa a los que llamábamos y nos contaban como estaba «la cosa», nada que ver con las webcam y las facilidades que hoy tenemos, recorríamos la costa en Vespino buscando olas con las tablas bajo el brazo…
Mi edad ahora es 41, también sigo surfeando, y todo lo que cuentas me pilló de lleno, me siento identificado, incluso la parte musical, por entonces montamos el grupo Fila India.
Encantado de leerte y saludos!
Uah, los Fila India. ¡Qué honor!… os ví un par de veces (una en Tíboli, supongo que cuando empezábais). Hoy todavía uso una imagen que tomé de una de vuestras canciones cuando me preguntan cómo es el verano en Málaga: el hecho de que no hace falta lleves toalla. Ahí la clavasteis. Me honra que la parte musical, basada quizá en una perecpeción bastante personal, te haya llegado. Gracias y sobre todo gracias por la música. ¡Saludos!
Me encanta Javi. Un abrazo
Gracias Cármen, me he acordado mucho de Dani y todos mientras lo escribía y de nuestras madres, que sois unos soles.