Todo proceso creativo implica un calor de trabajo y con él un cambio en el estado de las cosas.
Un poco de física. Pero que no cunda el pánico. Es solo la pequeña base para la metáfora que da nombre a este blog. Verán que seré breve y que además es una metáfora preciosa.
Se llama calor latente a la energía necesaria para hacer que una sustancia cambie de estado, por ejemplo, la energía necesaria para derretir un trozo de hielo o para evaporar cierta cantidad de agua. Lo curioso es que esa energía es utilizada para el cambio de fase: a pesar de la enorme y paciente contribución de calor, no aumenta la temperatura del cuerpo. Esto, que tuvo a los científicos bastante confundidos durante años, los obligó a distinguir entre el calor perceptible, calor sensible, y este otro calor, oculto a los termómetros pero coherente con las ecuaciones, al que llamaron calor latente. El término “calor latente”, introducido por el químico escocés Joseph Black en 1761, viene del adjetivo en Latín latens, latentis (que está oculto o camuflado), participio presente verbo en Latín latere, que significa esconderse.
En el proceso inverso, cuando el vapor se condensa o el líquido se congela, estos cede calor. Es decir, este calor latente reaparece de nuevo en forma de calor sensible, perceptible de nuevo a personas y termómetros. Por eso, entre otras cosas cuando en un día muy fríos se pone a llover empieza ha hacer menos frío. El agua, al condensarse, devuelve al medio el calor que necesitó para transformarse en vapor.
Hoy día hay máquinas, como sistemas de calefacción domésticos, capaces de tomar este calor latente – este calor escondido – y transformarlo en calor sensible eficaz para distribuirlo por nuestras habitaciones. Uno lee, ve películas, juega al parchís, moñiguea por Internet o escribe un blog tranquilamente, acogido por un calor que instantes antes estaba oculto como un alijo de energía almacenada entre los estados de la materia. Podrán decir que lo pinto con demasiada poesía, pero no me negarán que es un avance nada despreciable en términos de eficiencia energética.
Esto son solo dos ejemplos como otros cualquiera. No se dejen impresionar – o sí, asómbrense y mucho – pues esto que parece extraordinario es algo que de hecho ocurre en nuestro día a día, continuamente: desde nuestros sistemas de calefacción hasta nuestra sopa de fideos, desde el hielo de nuestros cubalibres al sudor que se evapora en nuestra piel, llevándose con él el exceso de calor que a nosotros nos sobra, refigerándonos en las tardes de verano.
Si todo proceso creativo implica un calor de trabajo. Y si en el calor de esta energía todo proceso creativo trae consigo (o debería traer) un cambio en el estado de las cosas. ¿Por qué no podría nuestra creatividad aspirar a esa eficiencia? En otras palabras, ¿Por qué no persistir en esa posibilidad de encontrar, recuperar y aprovechar la energía que aguarda latente en el calor del proceso creativo y su poder para producir un cambio en el estado de las cosas?
Latente: 20130910/BE