Home

foto-abuela Chelo y mi padre

Consuelo mira fijamente delante de sí pero no sabemos si nos ve. Yo creo que sí. Me ve cuando estoy cerca de ella y entro su campo de visión. Lo sé porque si bien tiene los ojos fijos en un punto sí que los mueve cuando algo le toca los cojones. Como prueba no es moco de pavo. Entonces inclina muy levemente su gran cabeza hacia un lado de la cama y casi se pueden ver sus cejas interrogantes en el rostro inexpresivo. Es una mueca que conocemo bien y que me pone contento: mientras Consuelo se queje, sentencie, ordene y controle, mientras sea gruñona, mandona, exigente e incluso a veces bastante desconsiderada, estará aún muy del lado de los vivos. A veces espero estos gestos como agua de mayo.
Me inclino sobre ella y la beso como hacemos en mi familia: con muchos besos seguidos sin despegar la boca de su mejilla. En respuesta, cerca de mi oído, puedo oír sus labios pegarse y despegarse muy flojito. Jlik. Su consciencia de mí me llena de alegría.
Le hice un video a mi padre por su cumpleaños que recogía toda su vida en fotos, desde lo más atrás que pude llegar en el pasado hasta el día de hoy. Ahí es nada. Para mí fue como estudiar en Google Earth las carreteras que van de París a Shangai. Para él debió ser como volver a recorrerlas.
El video empieza en la foto más antigua que pudimos encontrar. Cuesta creer que tu padre pueda haber sido ese niño de 2 años que mira a la cámara sentado con el fondo difuso y artificial de un viejo estudio de fotografía. Cuesta pensar en su vida antes y después de ese momento, su vida de niño que dice tonterías y vive inmerso en la perfección redonda e infinita del seno materno.
Con la copa de champán en la mano, yo lo observaba y me abstraía en la idea de su voz, sus juegos, el lienzo de su mente, que en aquel entonces comenzaba a llenarse de la borboteante información que luego le serviría para ser hoy el que es: el tipo sin el que me cuesta imaginarme la vida. Es un buen tipo, mi padre. Pero por más parecido que les buscara -mi padre en pié, entre sus amigos, mirando el vídeo todo sonriente, y el niño ahí, mirándonos a todos desde la pantalla mientras sonaba una vieja canción italiana-, la verdad es que no, no les encontraba más parecido que el que le encontraría a Saturno con un ciempiés.
La siguiente foto del vídeo era del mismo niño, un mico en toda regla, que intenta caminar al borde del camino cogido por si acaso de la mano de su madre: una señora morena, ni gorda ni delgada, y que tiene la misma carita gallinácea que ahora me mira desde su cama -aunque no pueda asegurar que me vea- con los ojos muy grises y sin brillo.
Consuelo yace estos días entre todas las voces de quienes últimamente hemos hecho de cuidarla nuestra vida cotidiana. No sé de qué hablarle. Aunque quisiera contarle muchas cosas que le encantarían, hoy casi todo agota su mente. Le cojo la mano, le digo simplemente que trabajo mucho y que es una suerte. Ella aprecia eso. Y a falta de más que contar, así nos quedamos.
Le gusta que le cojan la mano, a veces, de hecho le obsesiona. Yo la entiendo. A mí en su lugar también me obsesionaría. Dicen que parece una niña chica, pero a mí este gesto me dice que es una mujer, como yo soy un hombre y no un niño. Me doy cuenta de ello cada vez que va a hablar y todos nos tendemos hacia ella para escucharla mejor. Su gran y lento esfuerzo por articular la voz nos llena de servicial expectación. Yo cruzo los dedos para que sea una sentencia de las suyas, un reproche innecesario, una orden algo caprichosa y sin demasiada profundidad, una de sus magníficas tocadas de moral… hasta que por fin dice:
Tengo miedo.
…Ah, bueno, era eso, anda, Lela, estamos aquí, venga…
Le damos mimos, le gastamos bromas quitando leña al asunto. Sin embargo algo cruje en mi interior y no es por la niña. Es por una mujer a la que tengo cogida la mano, y es a ella y no a la niña a la que este gesto reconforta.
Acaricio sus deditos, con esta curiosa mezcla de amor y conciencia física del otro. Acaricio sus deditos con el mismo gesto con que probablemente su marido se los acariciaba cuando empezaban a salir. Siento su calor, lejano a través de la piel hinchada y llena de manchas que observo con fascinación: repaso sus muñecas, remonto sus brazos, que descansan sobre las sábanas, flácidos y llenos de sabañones a pesar de que no hace ningún frío… ; su cuello con esa cicatriz horizontal suya, tan suya, y esta cara en la que reconozco perfectamente a la mujer de la fotografía… los mismos ojos, su misma boca, hoy mal encajada y babeante… pero su misma boca.
Imagino sus hombros, su pecho bajo la camisa, su vientre, sus piernas, su cuerpo simplemente: el cuerpo que le ha tocado llevar, padecer un poquito y disfrutar enormemente… con todos sus defectos y prestaciones de cuerpo, con el que jugaba cuando era niña o cantaba hasta quebrarse la voz en su carrera de canto; el mismo cuerpo -me es imposible no tener este pensamiento- que tantas veces se acostó con mi abuelo y que dio a luz y paseó al niñito ése de la foto -que dicen que es mi padre aunque a mí me cueste tanto creerlo como tan poco me cuesta reconocerla ahora a ella delante de mí-. Quizá porque yo también la he estado viendo toda mi vida, porque he estado en su regazo y recuerdo su imagen como una constante que llega de muy lejos en el tiempo, mezclada con juguetes que he perdido, nadando juntos en varias piscinas, en el mar…   hasta los años en que por fin hemos establecido una complicidad intelectual, una amistad, jugando con las ideas y no pocos dibujos, conociéndonos y compartiendo, en fin, tantas cosas que he llegado incluso a querer parecerme a ella cuando sea viejo y conservar toda mi vida esa curiosidad inagotable que le ha dado esa juventud o que, al menos, ha traido parte de su juventud junto a la mía.
¿Fractales, abuela? ¿Cómo te explico yo ahora lo que son los fractales?
Y se lo tuve que explicar y ella lo entendió, a su manera, corrigiendo la ignorancia con la virtud de quien se arriesga a hacerse una idea de lo desconocido.
Desde el instante en que estoy cogiéndole la mano, parto hacia atrás en el tiempo. La atravieso como una nube de cifras más o menos precisas (su fuerza, su posición, su velocidad, su calor, las frecuencias de su voz en momentos de regañina o de ternura…) que definen cada una de las veces que mi cuerpo ha interactuado con el suyo, desde ahora que de pronto reacciona y me coge debilmente la mano, hasta el tiempo en que me levantaba del suelo para cogerme en su regazo y yo me dejaba levantar sin dudar de esa fuerza, que para un niño es tan cierta como el agua del mar. Pienso incluso en la época en que mi abuela no era todavía mi abuela sino una mujer cuya vida, por más que me la hayan contado, siempre me será, en muchas cosas, desconocida…
De pronto, soltándose de mi mano, Consuelo alza el brazo, muy lentamente, como una pesada bandera. Yo la animo: venga Lela, venga venga, ay ay, bajito y alegre… hasta que respetuosamente y un poco intrigado, la dejo concentrarse, me callo y observo…
Mi abuela se rasca la mejilla.
Y yo en este gesto veo el infinito.

Share

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.