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Cuando salimos hay varios hombres esperando para hablar con Juno y unos niños que quieren que les abra el cuarto de los juguetes. Uno de ellos va en triciclo. Le envidio. De pequeño adoraba los triciclos. Sin dejar de hablar con los adultos Juno mantiene a los niños a raya, bloqueando la puerta como un portero de hockey, evitando que no se le cuelen entre las piernas. “No” les dice por fin mirando hacia abajo y dejando a los hombres con la palabra en la boca. “No hay juguetes.” –les dice en Alemán– “No es la hora todavía.” Los niños le contestan en una mezcla de Árabe, Inglés y Alemán: un Alemán rudimentario, si, pero espontáneo y casi fluido en su imperfección, muy diferente al Alemán dubitativo e inseguro aprendido en academia de los adultos. Digo esto con conocimiento de causa porque yo, como adulto, hablé así mucho tiempo. Los niños me superan. Nos superan a todos.

Por fin los niños se van rindiendo. Uno a uno, salen corriendo a reunirse con los demás que ya vuelven a salir corriendo, como una bandada de pájaros, para reunirse en otra parte del solar donde está el campo, no muy distinto de los solares del barrio donde crecí, con sus parches de cemento, sus vegetación espontánea y esos maravillosos espacios de arena fina que se embarraban fabulosamente cada vez que llovía; un lugar quizá grosero para un adulto, si, pero sugerente para cualquier niño que no haya perdido aún la vocación de convertir cualquier espacio en un territorio de juego, un trozo más de realidad por explorar.

Los hombres intentan hablar por turno sin conseguirlo, unos en árabe, como si Juno les fuera a entenderles y a darles la razón –probablemente la tengan, pero no eso no hace que se les entienda–, otros en Inglés, intentando hacer de interprete con su mejor Inglés de academia, es decir, el mismo Inglés de mucho estudio y nada de práctica que suena hoy desde desde Damasco a Villa Real. Juno echa a caminar. Yo la sigo. Y ellos nos siguen a los dos. Juno los va despachando con paciencia. Es un poco agobiante. ¿Cómo lo hace?. Me lo explica. No aspira a contestarlo todo, pero sí a lo que puede contestar en ese momento y sólo si puede hacerlo. Al resto les dice la verdad: no puede contestarles. Tendrán que esperar. Mientras les dice todo esto me lanza miradas como diciendo: Aprende esto, colega, o te volverán loco.

Que si tienen hambre, tendrán que esperar a la hora en que el comedor abre. Lo siente de verdad pero es así.

Yo me acuerdo de cuando de pequeño iba a los campamentos de verano y me doy cuenta de la putada tan grande que tiene que ser verse forzado a los 40 a vivir con las leyes de un campamento de verano.

Que si no tienen donde reunirse, lo comprende, lo siente mucho e intentará negociar con la empresa de catering que abastece y gestiona el comedor.

Lo del catering suena muy bien, pero no es más que una solución de guerra: Contratar una empresa que traiga la comida de fuera es mucho más barato que montar cocinas con instalación de agua, hornilla, y tener luego que gestionar los residuos que supone varios cientos de personas cocinando a la vez. Con todo su encanto, la solución del catering, tampoco es cómoda para los refugiados: gente que como tu y como yo, su edad, probablemente tengan deseo de independencia –por no decir el gusto por cocinar lo que tu quieres y como mejor sabes hacerlo–. Para mi tener que depender de que cocine otra persona es algo que tarde o temprano empieza a resultarme humillante.

Luego van a preguntas más complejas, que exigen sentarse con lápiz y papel, entramados burocráticos, documentación, posibilidades de trabajo, búsqueda, alquiler vivienda… las típicas preguntas que todo el mundo se hace al llegar a Alemania y, en fin, las que uno piensa cuando quiere asentarse y empezar a vivir.

“Lo siento”, les contesta Juno, “no tiene sentido que nos ocupemos de esto hasta que no te concedan el asilo”. Y es la verdad. Estas personas por ahora son solo “solicitantes de asilo”. Aún no tienen concedido ese derecho, con lo que están fuera del juego del trabajo, la vivienda y muchas cosas más. Técnica, burocráticamente, no han llegado a Alemania.

¿Y la escuela de Alemán?… Si, de la escuela de Alemán sí puede hablar y deben hablar cuanto antes. Hay cursos para ellos, en las mismas escuelas en las que estudian otros emigrantes, entre ellos por los españoles, que hoy jamás faltan en un aula de Alemán. Juno les da una cita en la oficina para hablar del tema por la tarde.

Yo me acuerdo cómo tuve que pedir ayuda para enfrentarme a la burocracia alemana, cientos de funcionarios obligados por ley a atender sólo en Alemán, no por tocarle la moral a nadie, sino como prevención contra el amenazante “mamoneo universal”. Alemania tiene una asistencia social verdaderamente impresionante, pero para acceder a ella exije ser parte de esa sociedad o al menos hacer el esfuerzo de comprender mínimamente el idioma en el que firmas su contrato social.

Hay un tipo joven que no expone ningún problema concreto. Sólo pregunta amablemente a Juno si tendrá tiempo para atenderle más tarde y resolver dudas. La declaración es sincera y sutilmente coqueta: necesita la misma asesoría de los demás y no sabe ocultar, al decirlo, lo mucho que Juno le gusta. Ella le dice que ya lo avisará cuando pueda. La miro divertido. El tipo resulta encantador. Ella me devuelve una mirada, entre escéptica y resignada, y me despacha con el equivalente en Alemán a donde tengas la olla no metas la polla. Seguimos caminando hacia el pabellón que acoje las habitaciones.

Hay tres carpas como ésta, grandes espacios de lona blanca, muy parecida a las que acojen los escenarios de los festivales de música. Una alberga los comedores. En otra, hacia la que vamos, se alojan familias. En la tercera viven solo hombres jóvenes. Nacionalidades: Siria, Afganistán, Iraq y Marruecos. Esto último es chocante para un Andaluz. Para mí Marruecos es el país vecino, con él que hay muchas simpatías –¿a quien no le gusta ir a marruecos?– y muchas antipatías. Nos conocemos un poco y nos entendemos o, como dicen algunos, estamos avocados a entendernos y por tanto a conocernos un poco. En cualquier caso y conociéndolo, hasta ahora había pensado nunca en Marruecos como un país del que la gente huyese a refugiarse en otros países. Bastante inseguro, no puedo evitar mencionarlo… ¿Marruecos?. Juno me mira con cara de “abre los ojos, colega”. Yo le devuelvo la mirada: “ábremelos”. Juno entonces me explica que en Marruecos la homosexualidad está condenada, la policía está sumida en la corrupción y blindada en la impunidad, y un montón de cosas más que pueden llevar a situaciones en las que una persona se puede sentir perseguida o amenazada, razón suficiente en Europa para reconocer el derecho a refugio. Me callo. Miles de diferencias y simpatías se mezclan en un cóctel de prejuicios demasiado gordo como para que no se me haya subido un poco a la cabeza. Miro a Juno a través de todos ellos como cuando de jovencillo miraba a mi padre a procurando disimular una borrachera.

Es verdad, me explica ella dándome la de cal, que hay jóvenes que se aventuran en el viaje a través de las rutas de refugiados como alternativa para llegar a Europa, haciéndose pasar por uno de ellos. Lo terrible es que quizá no sean refugiados pero el viaje que hacen a través de esas rutas es tan brutal que llegan tan traumatizados como si lo fueran. Probablemente acaben sin ser admitidos, pero mientras tanto son personas de las que hay que ocuparse… o todo puede ser peor.

Hasta entonces, sea verdad o no el drama que están viviendo, este lugar es el que con urgencia se ha organizado para dar, techo, comida, y atender a miles de personas que llegan pidiendo refugio y adelantar su integración en el nuevo paisaje social, al menos hasta que sepan si tienen derecho asilo, a buscarse una vivienda, a trabajar.

Junto a estos alojamientos de urgencia, hay muchas asociaciones que se dedican a organizar actividades que aceleren su integración. Empezando con cursos de Alemán, prioritario, pues es la llave de la comunicación y por tanto de la independencia y la participación en la sociedad. También visitas a museos, eventos y encuentros de intercambio cultural en los que ellos también ofrecen su riqueza, sobre todo culinaria. Los locales flipan. La comida es un viaje, un viaje de placer.

Estas actividades, lejos de ser anecdóticas, son de una importancia vital. Tener a tanta gente esperando en esta incertidumbre, gente que antes tenía casa, estabilidad y futuro, y que ahora no tienen ni siquiera un lugar al que volver –ya que su mundo ha sido destruido–, arrastrando dios sabe que traumas… todos en esta precariedad, medio de campamento de verano sin verano… Es una bomba de relojería. Ha veces hay conflictos. Las actividades no son solo para integrar a la gente, sino para ofrecerles algo qué hacer y mostrarles que aún tienen algo que aportar al mundo, para hacerles sentir activos.

Activos. Me acuerdo de las violentas cifras del paro en España durante años y entiendo esto muy bien.

Llegamos a la gran carpa blanca. Juno la puerta, me invita a pasar, mientras ella se disculpa y ruega paciencia a los hombres que han caminado con nosotros hasta aquí. Luego entra. La puerta vuelve a cerrarse y ellos quedan ahí fuera, parloteando sórdamente sobre lo injusto que es el mundo, frustrados como adolescentes a las puertas de un colegio, con la diferencia de que no son adolescentes y no están en un colegio.

Juno aprovecha el instante de silencio para soplarme que no sabe cuanto tiempo tendrán que estar alojados en este lugar. En teoría son 3 meses, me dice, pero en realidad pueden ser 9, un año o incluso más. La burocracia es compleja y lenta… pero ella no tiene el coraje para decírselo.

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