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Sin levantar la vista del Kreuzer, la guía del Ocio de Leipzig, K. rompe el silencio haciendo mmmmm…

–…aquí dice que hay una obra de treatro hecha por refugiados.
–¿Ah si? ¿Dónde?
–En el Loft Das Theater, aquí detrás, en Lindenau. Empieza en 25 minutos. 5 euros, gratis para los refugiados.
–¿Y para los parados?
–A ver, mmm, 3 euros. El barco de los sueños, se llama. Das Traumboot.

Conscientes de que nuestro compromiso con el mundo no suele ir más allá de la zona de confort de «lo nuestro» – nuestra comida biológica, nuestra huella de CO2, nuestro reciclaje, nuestra reducción del consumo de carne, nuestros burgerposts en facebook…– aquello era nuestra oportunidad de salir del confortable “sano consumismo” e ir dónde las cosas están pasando, encontrarnos con la realidad de los refugiados en la ciudad y lo que en ella están haciendo.

Al salir de casa el aire frío me llena de buen humor. Tras la primera nieve nos encontramos la ciudad sumida en la atmósfera de recogimiento y expectación de un plató que nosotros recorremos pedaleando con alegre precaución. Unos minutos después, al abrir las puertas, el teatro nos saluda con un cálido aliento a café recién hecho y abrigos húmedos.

El público se aglomera poco a poco esperando a la puerta de la sala. Refugiados, hay unos ocho, hasta donde se distinguen. ¿Cómo se distinguen? Bueno, en realidad no tienen una pinta muy distinta de la que tendría yo, mi tío o cualquier otro Andaluz, Cretense, Francés, Israelí, Libanés, Argelino o Mallorquín. Es más bien la timidez lo que los distingue, a pesar del ambiente de curiosidad mutua que reina en el ambiente. Una chica se ha envalentonado y habla con ellos en inglés. Poco a poco, un par de ellos hacen acopio de valor y le van contando de dónde son, cuánto llevan aquí, los típicos temas que se hablan con cualquier emigrado con el que se empieza a intimar… hasta que por fin se abren las puertas de la sala.

El teatro es una sala pequeña. Una habitación de unos 12 x 6 metros. Un tercio son gradas para el público, el resto es la escena. No hay telón, ni paisaje de fondo. Las paredes son negras, simplemente, de ese negro con el que los teatros expresan la ausencia de fronteras, su continuidad con el mundo que representan y exploran.

Aunque todavía no ha empezado la función, hay ya un actor en el escenario. Está sentado sobre una enorme mesa, vestido con camisa blanca y pantalón oscuro, y estrecha entre los brazos algún tipo de faisán disecado al que acaricia con mucha tristeza sin dejar de observar cómo vamos tomando asiento.

Acariciar a un animal es algo que apacigua muchísimo el alma, independientemente de que sea o no un placer para el bicho o quizá precisamente por eso: por que se trata de un instante de afectividad sin condiciones. No es moco de pavo. Así es como has acariciado mil veces a tu perro o a tu gato, disfrutando de esa sensación momentánea del ser más allá de los deberes y los prospectos, las facturas y las elecciones, las altas y las bajas, las medicinas y los ejércitos. Así es quizá como acariciaste al gato aquella tarde de mierda. Y así es como acaricia este hombre las alas de su pájaro disecado.

El resto del escenario son muebles repartidos un poco al azar de un modo en que más que amueblar el espacio, lo convierten en una topografía lista para la acción. La misma ilusión que sentí caminando por las calles nevadas me llena de nuevo, pero esta vez en lugar de reducir el espacio y hacer de la calle un escenario, lo amplia cálidamente y hace del escenario un lugar en el mundo, lleno de incertidumbres y de posibilidades.

Tal y como los muebles predicen, Das Traumboot, el Barco de los sueños, es un collage de situaciones. Cuando digo un collage no me refiero a esa clásica solución lineal de sketches encadenados, sino a una verdadera colección de elementos que al coserse en el presente forman juntos la obra y le dan su peculiar consistencia; retazos del mundo actual en un manto que acoge al público desde el primer momento en que los actores emergen en la escena, como los pasajeros de un gran barco que salen a cubierta por primera vez. Nadie tiene demasiada épica. Tampoco dejan de inspirar una historia, aunque no sepamos nada de ella.

La acción se desarrolla en Alemán, Árabe, Francés e Inglés. Estando en paro por unos meses, mi complejo de arquitecto sin proyectos, mi angustia de joven emigrante en lucha constante contra la precariedad de la España del ladrillo y la Europa pre-TTIP, parecen de pronto muy lejos cuando me doy cuenta del inmenso lujo de hablar y entender con fluidez tres de las cuatro lenguas que hay sobre el escenario. Como acariciar al gato, hay algo en la cultura, algo salvaje en mitad de su aparente docilidad: el amor incondicional por una riqueza interior que ninguna crisis podrá quitarte.

A pesar de la heterogeneidad de personajes, de lenguas, de muebles, sueltos ahí con muy poca elegancia (bah, ¿acaso el mundo la tiene?), hay que decir que la obra tiende de todo. Hay diálogos, canciones y baile, también silencios, quietud y poemas. Hay un momento, para mí especialmente precioso, en que un poeta subido a un enorme pedestal, recita mirando por encima de nuestras cabezas un poema en francés y en árabe. Pronuncia con lentitud y agradecimiento, dejando que la brisa de las palabras le llene suavemente la boca antes de perderse en la atmósfera de la sala. Me acuerdo con nostalgia de las playas de mi barrio y del tejado de mi casa en el Albaicin, de la cantidad de poemas que he recitado para mí mismo mirando a solas en el infinito. Hay momentos como éste, de mucha soledad, también de encuentros y desencuentros, esa o otra forma de soledad, terrible, que es la incomunicación. En su conjunto, la obra aborda los problemas de ser y estar cuando las identidades rozan produciendo unas veces calor de trabajo y chirriando e incluso gripando definitivamente el motor de la coexistencia. La diferencia colectiva, la individual, la diversidad, la xenofobia, el miedo al extraño, pero también la pasión por el extraño, el sexo, las ideas, el sexismo –a menudo tan lejos del buen sexo–, la religión –a menudo tan lejos de las mejores ideas–, las leyes y la justicia, que no siempre coinciden, la responsabilidad, la rebeldía, el fracaso, el triunfo, aunque desfigurado por el triunfalismo de mezclar todo esto y que funcione sin esfuerzo… Lo brillantes es cómo muestra que no son sólo las cuestiones que preocupan a los países que se cuestionan sin acoger o no refugiados, desplazados y emigrantes, sino también las cuestiones que preocupan a los refugiados, desplazados y a los emigrantes en sí mismos. La culpa, presente como un fantasma, se contornea mientras tanto entre los personajes, a veces completamente seguros de sí, a veces vacilantes, dudando sin miedo o zarandeándose agarrados a esqueléticas opiniones en la atonía de un mundo que no va a esperar a que se pongan de acuerdo.

Lo sé, no estoy diciendo nada en concreto. Pero es la verdad: hay demasiados interrogantes y la obra no soluciona ninguno de ellos. Pero al menos tiene el valor de abrirlos ante el público y dejarlos ahí, desnudas, como solo el arte es capaz de desnudar algunas verdades y arrojarlas sin reticencias a los pies del espectador.

El cuerpo de la obra puede parecer demasiado amateur, cosido como un Frankenstein pero está llena de una fascinante vitalidad. Como a Frankenstein uno se interna entre el horror y la ternura en las múltiples situaciones que se dan cuando viajamos juntos en nuestra historia, explorando sus combinaciones y superponiéndolas en una ventana espaciotemporal de 50 metros cuadrados y 90 minutos escasos.

La obra acaba. El público aplaude, felicitando. Los actores saludan y empieza el juego de hacer como que se van para volver otra vez al borde del escenario a saludar de nuevo, jugando en la ola del éxito.

Sólo el hombre del faisán disecado se queda sentado en su sitio. Contempla la escena con la expresión de quién no se decide a creer que forma parte de lo que está pasando y se limita a contemplarlo desde su posición.

No acaba de sonreir. Su expresión es feliz, sin duda, pero no una expresión de alegría sino de orgullo intenso y descreído, asombrado y a la vez escéptico de sí mismo. Si quieren imaginarlo físicamente, su expresión se parece a ese gesto de apretar los dientes un poco y empujar el labio superior con el inferios, asintiendo para uno mismo. Así, exacto, ¿lo ven?

Es el gesto de quien después de meses viviendo como un paria, resignado al papel de quien solo puede ya pedir y cruzar los dedos para que el mundo no lo rechace, se sorprende de pronto aplaudido por ese mismo mundo, reconocido de nuevo como individuo, creativo y capaz, único, real. Feliz y amarga a la vez, es la cara que se te pondría si se te mezclaran en la boca el sabor de la dignidad al poder aportar algo a la sociedad con el sabor que tiene la sociedad cuando se cuestiona cada día si puedes o no formar parte de ella.

Los otros actores se marchan, excepto dos. Mientras el resto desaparece por una puertecita que hay al final del escenario, ellos esperan al lado del hombre del faisán disecado a que amaine la inmensa lluvia de aplausos que ahora cae entera para él. Amainar no amaina del todo. Así que se ponen en marcha. Sujetándolo cada uno por un hombro, lo ayudan a bajarse de la mesa, primero posando con cuidado los pies en el suelo, luego aflojando las manos y dejando que deposite en ellos el peso del resto de su cuerpo. El actor ha estado toda la obra sentado y el público sabe ahora por qué. Lo que ahora nos preguntamos es dónde, cómo, cuándo o qué… el coraje o la desesperación de aventurarse al viaje de los refugiados con unas piernas que apenas se tienen en pié.

Todavía nos dedican una mirada antes de echar a caminar con mucho cuidado. Le contestamos intensificando la lluvia y ya no dejamos de aplaudirle hasta que la puerta se abre, dejando ver una habitación llena de luz, risas y júbilo, entran. Cuando la puerta se vuelve a cerrar aplaidimos todavía unos segundos, muy breves, como de final d ellivuia de verano, que repiqueteara sobre su silueta negra en la pared negra, el plano abstracto con el que los teatros nos hablan de la posibilidades que aguardan al otro lado de la oscuridad.

Imagen: Fotografía de Thomas Puschmann / Frühbeetgrafik. Cortesía de Lofft Das Theater.

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2 thoughts on “Ese teatro que tienen montado los refugiados

  1. Gracias, tio querido tio Cool. A mi también me ha ayudado escribirlo a endender un poco más qué significa todo esto.
    Seguiremos adelante con las reflexiones y conciencias que está depertando esta realidad en la crisis de refugiados.
    Un abrazo.

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