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La primera vez que vi a David Bowie fue en Dentro del Laberinto (Jim Henson, 1986). Fuimos a cine con mi tío, ese tío que tenemos algunos, que tocaba la guitarra y tenía discos de rock malote y que, bajo la rara autoridad que todo aquello le daba, había dicho que teníamos que ir a ver la película.

La película narra cómo el Rey de los Goblins, unos seres antropomórficos y asquerosos, enamorado de una chica del mundo real, cuyo máximo fastidio es quedarse de canguro con su hermanito pequeño, secuestra a su hermano y la reta a resolver un inmenso laberinto para recuperarlo, en el centro del cual él la espera bailando y cantando con los Goblins, y con su hermanito –que en un momento dado hasta comienza a disfrutar de todo aquello– pero muriéndose a la vez de impaciencia y de un amor que solo sabía proyectar en forma de juegos de poder y fascinación.

Eh, un momento… ¿han leído bien? ¿dirigida por Jim Henson? ¿el de los teleñecos? Si, es el tío que creó a los Fraggle, los teleñecos (Muppet Show) y Barrio Sésamo, ese mundo entrañable, creativo, delirante y tierno-pero-no-ñoño que ha sido quizá el mejor programa infantil de la historia de la televisión. Un programa que desarrolla con tal inteligencia conceptual las primeras exploraciones del mundo –sobre todo el lenguaje–, que cuando vine a vivir a Alemania con treintaitantos años me volvió a servir para empezar a aprender a ver, esta vez en Alemán, el mundo desde 0. Sessame Straße y der Krümelmonster pueden enseñarte mucho más que algún que otro enchufado al que permitan dar clase en el Goethe Institut de Berlín.

Jim Henson es hoy uno de mis héroes intelectuales y Bowie también. Y ahora imagínenselos haciendo juntos Dentro del Laberinto… Si quieren una descripción, es como si juntaras a toda la escuela de bellas artes, les dieses millones de euros en cartón, gomaspuma y otros materiales, y los pusieses a trabajar con toda su creatividad bajo la batuta de Jim Henson y con la música de David Bowie, que además interpreta al rey de un pueblo muy feo que hay que recrear. Luis Carrol se retorcería de rabia en sus cenizas. Nosotros nos revolvíamos de asombro viendo en nuestras butacas, atiborrándonos de palomitas y compartiendo triangulitos de Toblerones.

A toro pasado –tenía 8 años– hoy comprendo que la huella de Jim Henson no solo se puede ver en la factura de los decorados y los seres imaginarios que surgen en la aventura, sino en los diálogos mismos entre esos seres, que mezclan la bestialidad y su carácter fantástico con esa voluntad de domesticidad, de normalidad, de estar cerca del mundo cotidiano de los niños que caracteriza los diálogos de Hemson. En medio de un terrible y aparatoso combate en el poblado goblin, lleno de monstruos y engendros mecánicos, que tiene lugar los pies del castillo… un Goblin salta, se da la vuelta y un poco harto de la situación dice:  ¡Ya he tenido suficiente! ¡Me voy a la cama!

Lo que hay de Jim Henson no es solo la creatividad, sino, infiltrado en ella, ese modo de transmitir a los niños que la felicidad es el fin del miedo, desde el bebé que se pasa unos días con Bowie y sus monstruos, riéndose con su risa de Bebé y bailando mientras lo cogen de la mano, hasta nosotros mismos, los niños que veíamos Barrio Sésamo a las cinco de la tarde, un programa plagado de personajes decían ser monstruos.

Lo curioso, es que al final de la película uno no es que empatizara muchísimo con la chica que protagoniza la película. En realidad para nada. Yo estaba designado como fracaso escolar y los héroes me parecían siempre uno repelentes, sospechosos de pertenecer al orden social de la obediencia porque sí, en el que me hacían sentir como un idiota cada día. Con quien yo empatizaba de verdad era con Bowie, con esos pelos a lo Tina Turner que se puso, descubriéndonos a todos lo bien que pueden quedar a un hombre, ese traje de príncipe imaginario y sobre todo esa actitud con la que reía y cantaba en medio de un ejército de monstruos que le hacían la pelota para seguir jugando cuando él no miraba. No es que te gustara Bowie –que atractivo sí que tenía, el cabrón–, es que quería ser él, aprender cómo se hace para ser él; algo que solo la música y el carácter de Bowie son capaces de hacer con un personaje que en el fondo era un gilipollas que no sabía seducir a una chica más que enredándola y haciéndola sufrir.

Ahora que escribo, ¿Por qué no me acordé de esto cuando he acabado haciendo el gilipollas con alguna chica?

La segunda vez que supe de Bowie, más allá de su presencia como un nombre en el ruido de fondo cultural, fue cuando Freddie Mercury murió. Yo solo sabía de Queen porque se lo había oído mencionar a mi padre y a mi tío. Mi padre compró el Greatest Hits II y la segunda canción era Under Pressure. Aquello fue mi primer chapuzón en el Rock and Roll, más allá de Mecano y el rock en inglés que veía mi hermana mayor en la tele. Me refiero al verdadero Rock and Roll, ese que cuando tienes 13 años que te hace coger la raqueta de tenis como si fuese una guitarra y correr cantando a gritos por toda la casa.

La fiebre me duró varios años durante los que investigué y coleccioné cualquier pedacito de música de Queen en varias decenas de casettes, me compré mi primera guitarra eléctrica –un instrumento que me tenía hechizado– y aprendí, como veis, a amar y respetar lo que los Queen me enseñaban a amar y a respetar, lo cual incluía a David Bowie. Con Bowie, que ya desde mi infancia tenía el beneplácito por Laberinth, empecé a abrirme a otros artistas hasta que ya seguí caminando solo, sin esa sensación de tener a Queen como gurú y referencia… sensación que en cuanto a la influencia de Bowie nunca se me ha quitado a pesar de no haber sido nunca mi músico favorito. Bowie no solo era una estrella del Rock, era el tío que había gobernado en valiente posesión de una belleza singular entre lo monstruoso del mundo. Una belleza que desde luego seguía teniendo en cada canción, imagen, o video que encontraba de él. Creo que de alguna manera tenía claro que Bowie siempre traería una lección que no solo me hablaba de la música, sino del ser, la originalidad del ser, la posibilidad de ser en el mundo.

La tercera vez que me topé, pero bien topado, con Bowie fue cuando pasé 15 días visitando a mi primo Jomi Delgado en Méjico, músico y amante de la música –no siempre coincide–, hoy verdadero compositor de, entre otras cosas, operas como Apoidea, llenas de lucidez y poesía. Durante las dos semanas que pasamos con él, Jomi nos despertaba cada mañana con Space Oddity a todo volumen, su cruenta y divertida secuela Ash to Ashes. Space Oddity, y el resto de Changesbowie llena de una especie de ternura amable, es la retransmisión por radio de la conversación entre un atronauta que vuela perplejo por el espacio y la torre de control que le cuenta desde la Tierra cómo todo el mundo le admira, justo antes de que algo falle y la nave se pierda para siempre en el espacio. Ash to Ashes srrealista y divertida pero a su manera todavía más cruel, es la continuación de la historia, que cuenta como lo que ha pasado antes no es sino el mal viaje de un yonki y al final te aconseja que, si quieres que te vaya bien en la vida, no te mezcles con gente como esa. Lo importante para mí de Ash to Ashes es que acoje todos los registros de la  voz de Bowie en una sola pieza musical.

Aquel de cruce de gustos musicales, desarrollados sobre las mismas influencias pero cada uno a su manera a ambos lados del océano, tan parecidos y tan distintos a la vez, fuero para mí  un regalo venido de un planeta vecino y amigable. Otra advertencia existencial de que no le perdiera el ojo a Bowie. Al final de aquel viaje mi primo me regaló el disco Innuendo, era el último disco de Queen que me faltaba para completar la discografía,  lo que con el tiempo me ha quedado de aquel viaje por México no es sino la voz de Bowie inundándolo todo cada mañana.

Un año después vimos por fin a Bowie en concierto, esta vez de mi lado del charco, en el festival de Werchter, Bélgica. Fué un festival increíble, Bowie, Prodigy, Chemichal Brothers, Smashing Pumpkings…, era como reunir en un solo concierto a todos los cabeza de cartel. Todo lo que puedo decir sobre el concierto de Bowie –lo que basta al menos–, es que mientras veía el concierto mi almita de músico –que la tenía y quizá la tengo– me habló y me dijo muy claramente:  Yo quiero a este tío como a un padre.

Aquel ritmo de las canciones del Earthling, percusiones jungeleras, guitarra difusa y beats electrónicos, me acompañarontodo el siguiente año durante las largas noches que pasé dibujando el años desarrollando proyectos para la Escuela de Arquitectura (me rio del «fracaso escolar»). La voz de Bowie ya me acompañó toda la vida,  fuera en sus propios discos o en el entorno infinito de músicos con los que colaboraba, como Nine Inch Nails, por quien ambos, Bowie y yo, compartíamos una admiración abierta; o fuera cantando yo mismo sus canciones a la guitarra  o al volante (We Can be Heroes queda de hecho como la mejor canción del mundo para cantar a gritos conduciendo junto A letter to Elise, de los Cure); o a coro con gente como mi amigo Carlos con el que podías tocar cualquiera de las canciones de Bowie, la que fuera, y a quien yo mismo bauticé como Carlos Bowie por ese don y por ese amor incondicional por Bowie que compartimos.

Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por tí.

Quizá os suene más este pasaje de John Donne por Ernest Hemingway, en cuyo libro, Por quien doblan las campanas aparece como cita antes de comenzar. A mí me sirve para explicaros como me siento ahora, con la certeza además de que no soy el único.

Cuando Lola Flores murió yo sentí que me hacía un poco viejo. No es que fuera un fan, de hecho, no podría citar ni una sola de sus obras, pero ella pertenecía de algún modo a mi paisaje mental, la topografía cultural, sus fenómenos y accidentes. Para mi Lola era como el pico del Veleta, el Rio Duero o el peñón de Gibraltar. Siempre iban a estar ahí. Lo mismo me pasó con Rocío Jurado y Rocío Dúrcal… y me sorprendió, no crean, porque no les tenía especial amor –a la Jurado de hecho, algo de tirria–. Pero ellas eran parte del mundo que me rodeaba y con el que el tiempo –me daba cuenta– no tenía piedad. Cuando murió Michael Jackson, cuya historia tampoco me gustó nunca más allá de un par de meses cuando tenía 9 años, ¿qué os voy a decir? Tampoco es que haya ido nunca al peñón de Gibraltar pero, si desapareciera, me sentiría muy raro. Lo que me impresionaba no era la experiencia de la muerte, en la que ya tenía algo de práctica, si es que alguna vez se tiene, sino la experiencia de ver un cambio irreversible en mi paisaje mental, con el que aunque tenga una relación mucho más ligera que con un ser querido, no deja de ser el paisaje mental de la época en la que yo había crecido.

Aquella afirmación delirante y gratuita, el día que muera David Bowie, yo sabré que soy más viejo, bañada en el sabor ligero de las cosas que se dicen en una noche de rock and roll, ha pesado sobre mí con cada una de estas despedidas.

La diferencia,  cuando hoy que me levanto y leo que David Bowie ha muerto, es que David Bowie sí era para mí un ser muy querido. Y ahora se me junta todo: el hecho de que pertenece a un paisaje mental que creí que me acompañaría siempre –como el Támesis o el Círculo Polar– y el hecho de que Bowie pertenece para mí a ese grupo de personas con las que uno querría sentarse a charlar, saber cómo está, qué piensa, no sé, del amor, de la amistad o de lo que se te ocurra; personas a las que a las que uno siempre pensó que habría ocasión de dar un abrazo y expresar por un momento este enorme cariño y esta profuna gratitud.

Gracias David. Hasta siempre.

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3 thoughts on “Mi vida con David Bowie

    • Un gusto recibir un comentario como ese, y más aquí y no en la sede de facebook, ese edifico enorme lleno de sucursales, tan lejano del tejido de los blogs, con su callejuelas, placetas, templos y antros de bien. Gracias. Cuando dibujes ese Fraggle, sería un honor usarlo para un post en este blog (por supuesto, con mención al autor y a proyecto en que se enmarque). Abrazos, Dr. Añil

  1. me encanta, me siento un poco enchufada, la verdad, porque iba contigo al cine y para mi representan lo mismo el toblerone, las palomitas y los muppets. Es como si comentaras parte de mi también. eso es lo que viví. te contaría que tengo el complemento perfecto para tu visión de ese pedazo de realidad, tengo la mirada através del espejo, el enantiómero que salió también de esos ingredientes.
    Bowie me daba miedo, efectivamente, hasta que ví dentro del laberinto. Entonces me gustó, se llevó al bebé, pero para que la niña creciera, para que luchara y para que supiera distinguir lo importante, renunciar a lo que veía , a lo que le querían enseñar (acuérdate de cuando intentan que se quede recreando su habitación. Ella está cómoda allí, pero descubre que todo es basura, todo es falso, quieren que se acomode y deje de buscar. se da cuenta y huye, sigue buscando. Se hace responsable, se hace mayor). Lo encuentra, encuentra al bebé y no se deja seducir… el miedo seduce, los chicos malos seducen…. pero ella es mayor, sabe distinguir y finalmente hace lo que tiene que hacer. dejándose de rollos.

    Hablaría mil sobre la peli. >Bowie se ha quedado alli, en el laberinto , custodiando nuestra niñez.
    pero a nuestro alrededor smp están los que nos acompañaron en el camino representados fabulosamente por los muppets…. y burton, jo y tim
    burton.

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